sábado, 30 de diciembre de 2006

Lo más pequeño y lo más grande

Ayer me ha dado una gran alegría encontrarme con una querida amiga, Rossana Garau, profesora de la escuela Daniele Manin. Es una persona 'sabia'. En cada palabra un mundo en pequeño que se te queda en el recuerdo y en las sensaciones. Me ha invitado a descubrir un sitio de Roma que le encanta. Es el santuario mariano más pequeño de la ciudad y al mismo tiempo monumento nacional de arte. Está dedicado a María Causa nostrae laetitiae (Madonna dell'Archetto) y, al igual que la alegría, está escondida en el corazón de la ciudad, sin darnos cuenta. La imagen prodigiosa fue pintada sobre piedra en 1690 (D.Muratori) pero en 1796 recobra vida y mueve los ojos, como si la piedra tuviera alma. Este pequeño gesto hace que se edifique el templeto, escondido dentro de los edificios, que el pintor Costantino Brumidi (el mismo que dejará sus obras en Washington) trabaje en la decoración pictórica y que numerosas personas, desde papas y santos famosos hasta la última viejecita de la ciudad, pasen ante la imagen en su pequeña morada. Está abierta sólo de 18 a 20 para el rezo del rosario y es uno de los lugares en los que aún se puede encontrar esa Roma grande en lo pequeño, en la que la vida de las personas que nunca pasarán a la historia hace también la historia de este tiempo. Es un lugar que transmite, quizás mejor que otras obras de arquitectura o arte grandiosas, el profundo sentido de la espiritualidad más romana. Gracias por el descubrimiento.

miércoles, 27 de diciembre de 2006

Pingüino

En silencio y sin hablar un día había desembarcado de un cargero en Civitavecchia. Había aprovechado la estación fría en estas latitudes para así no sufrir demasiado. El puerto le había parecido un simple apeadero. Un simple muelle de cemento, un pequeño bar en un cruce de caminos portuarios abiertos junto a las antiguas murallas. Nadie que te acoja, ningún edificio que sea la antecámara de la Italia que había soñado en su lejano y uniforme Polo. Tuvo suerte, porque al preguntar al conductor de un autobús cómo podía llegar a Roma, el conductor le dijo que subiera a su autobús pues hacía el recorrido hasta la estación del tren. Su buena estrella del norte lo guiaba porque si fuera por los carteles...
Al llegar a Roma toda la gente lo miraba como si fuera un marciano, como si no hubieran visto nunca un pingüino. Lejos quedaban los tiempos en que los marineros habían reconocido el canto melodioso de sus vecinas las morsas reconociéndolas como sirenas. Estos humanos, alejados de los mares y sus misterios lo contemplaban como una aparición extraña. Él sólo había venido al famoso mercado íctico cercano al río. En las historias de sus mayores era famoso. El primer rey de los pingüinos había llegado hasta Roma y había transmitido la leyenda de las fastuosas fiestas a base de pescado comprado en la zona del Portico d'Ottavia. Así que se puso a preguntar y al final, pasito a pasito, con su balanceo llegó al Portico. Pero de pescado nada. Sólo quedaban restos de las grandes piedras donde un tiempo se vendían, Sant'Angelo in Pescheria, y una lápida indicando la medida de los peces más grandes destinados a los 'Conservatori' para una buena sopa. Ahora estaba en el barrio judío con sus sueños hechos agua y no peces. Su mirada se posó en una escena de caza y en los bustos de varias personas injertados en la fachada de un edificio. En la esquina de este estraño edificio, junto a una estrella de David, vio en un escaparate varias tortas y dulces apetitosos: ricotta y chocolate, fruta candita, almendras... a falta de pescados buenos serían unos dulces. Y así, con su dosis de tarta en la punta de sus alas de nadador, pasó por la fuente de las Tortugas y se puso a pasear por la ciudad. De repente, encontró dos magníficas columnas, casi escondidas en los muros de un enorme edificio circular. Y en esas columnas reconoció el Tridente y sus amigos delfines. Se sentía en casa. Símbolos familiares que habían llegado hasta su lejana tierra de agua y hielo traídos por primer pingüino que se aventuró hasta el cálido Meditrráneo regresando como héroe, cargado de extrañas historias que duraron más de mil de sus vidas. (Continuará)

sábado, 23 de diciembre de 2006

Beatus Ille

A 200 km de Roma se encuentra Gubbio. Y ahí me encuentro yo. Juguemos con las palabras. Me encuentro con el descanso tras la jornada y el sueño que me acerca a lo inaferrable. Me encuentro en un extraño ámbito, como un personaje más dentro del Belén hecho a tamaño natural por las calles de esta pequeña ciudad medieval. Me encuentro con un tiempo que me parece regalado, ancho, dispensador de pocos hechos pero en el que cada acto vale su tiempo.
En la maravillosa Villa Borghese romana hay un famoso reloj de agua en uno de los rincones más atemporales de la ciudad. No sé por qué, cuando llego al invierno de Gubbio siempre me viene a la cabeza esta imagen del reloj de agua. Quizás porque aquí parece que el tiempo se ha convertido en un 'granizado'de frío y piedra. La vida se hace dentro, junto al fuego, haciendo fugaces salidas a la historia pública. Y aquí me encuentro yo, iniciando mi encuentro con un extraño pingüino que el otro día me ha regalado Federico como incipit de un 'libro de sueños'. Por el momento lo estoy observando, con su banlanceo suave por las callejuelas y escaleras de la pequeña ciudad llenas de viento helado. Espero que uno de estos días se rompa el hielo y empiece a contarme su historia, la historia que pertenece a Federico, este niño 'nombrador' y mecenas con su mirada de un sueño llamado pingüino. Gracias a él, a Raquel, Yago, Lina y a las personas que hacen soñar.

viernes, 22 de diciembre de 2006

El renacimiento sigue vivo

Hacerse preguntas al final del día, cuando uno recupera la perspectiva de las horas y las ocupaciones es siempre peligroso y si lo haces con tu mujer aún más. Se corre el riesgo de reíse un buen rato o descubrir la realidad en un modo nuevo.
Por ejemplo ayer. Estábamos hablando del caos del tráfico romano en estos días y al final acabamos hablando del Renacimiento. Decidme si no es así:
-El hombre (sobre todo si se llama 'yo') está al centro del Universo. Yo soy el que tiene razón y mis razones son siempre más importantes que las de los demás, las filas son de borregos por lo que vence el más pícaro, de ahí incluso que
-El principio de autoridad decae. Las leyes sólo se respetan si no están en contradicción con los propios intereses. Las líneas continuas, las prohibiciones de inversión de marcha, los sentidos únicos e incluso las luces coloradas situadas en extraños artilugios llamados semáforos, son puras indicaciones que están al servicio de la voluntad casi divina del conductor. Las leyes son para mí y no yo para las leyes. Y no pensemos que los nuevos príncipes y mecenas son menos. Alberto Sordi nos lo muestra en una famosa película que da inicio a este nuevo Renacimiento: los guardias, elegantes detentores del poder conceden sus silbidos de aprovación y desaprovación con estético criterio, inmersos también ellos en este modus vivendi en el que disfrutan del temor-consideración de los nuevos artistas.
-Retorno a clasicismo romano. Las calles angostas de la Antigua Roma son el ideal estético de las modernas vias. Todos los proyectos urbanísticos y la ampliación de las calzadas de la Nueva Roma tras el 1870 son contrarias al espíritu del Renacimiento romano. Como en la antigua Roma las calles tienes que ser 'vicolo' o al máximo un 'clivus' por lo que es necesario situar coches en segunda y tercera fila para probar el guste del roce, el abigarramiento existencial, la coexistencia de los pobres ciudadanos con el tráfico por la ausencia de aceras, por las trampas fétidas de restos orgánicos. Así, un texto de Plinio quejándose del estado de las calles romanas podría, al fin, ser utilizado en la actualidad. En parte se aplica el principio de César de prohibición de acceso a la ciudad a los carros (actuales zonas ZTL) pero como entonces, esa regla sirve para acentuar las posibles excepciones y los privilegios de unos cuantos llevados en volandas por fornidos exclavos en literas confortables (actuales NCC).
-Competición genial. El pueñetazo de un colega a Michelangelo dejándole la nariz deforme para toda su vida no es nada comparada con la trágica rivalidad de los nuevos genios del volante, como tristemente nos muestra la crónica romana. La necesidad de autoafirmación y de emerger en el mar de la genialidad no tiene límites.
Disfrutemos, por tanto, de este renacer del Renacimiento en Roma. Los que por acá vivimos podemos viajar en el tiempo sin tener que quedarnos absortos ante la fachada de Palazzo Farnese. Sería además peligroso, pues podría pasar alguna moto o camioneta de transporte y hacernos llegar directamente a los deliciosos y azules lapislázuli del paraíso renacentista.

jueves, 21 de diciembre de 2006

Roma como un regalo

Dicen que las ciudades pequeñas son más humanas. En el fondo no creo que sea así, y lo dice uno que viene del Finisterrae. La diversidad de personas, ambientes, problemas que hay en Roma es una muestra fiel de la complejidad que encerramos como personas.
En estos días prenatalicios en Roma he tenido la posibilidad de prestar atención a un rasgo que nunca había notado. No sé si han influido las fechas, la simple casualidad o ese extraño designio que tras haberme traído hasta Roma no me abandona. Pero a lo que iba, me ha sorprendido encontrarme con la ternura. Señora discreta donde las haya, en Roma es una sombra en medio del caos, la competición, las reivindicaciones y los juegos de poder. Y ahí aparece. Para mostrar que en este cuadro de historias e historia que es Roma y lo somos cada uno, también tiene su lugar un color de velada simplicidad, trazo delicado que sin embargo marca con tonos nuevos el contexto.
Tenía que atravesar Piazza del Popolo con mi bici y no he resistido a la tentación de entrar en la iglesia de Sta. María, justo antes de atravesar la puerta norte en las antiguas murallas.
El arte tiene ese poder de hacer perdurar en el tiempo esas características de los hombres que parecen ir más allá de la naturaleza, como si estuvieran destinadas a no morir y que, colmo de paradojas, parece como si murieran, por irrepetibles, al morir sus autores, dejándonos huérfanos con una heredad de conciencia.
Al acercarme a la escalinata de la entrada por primera vez me he parado a observar la fachada. En Roma uno se acostumbra a ver sin mirar el rostro de tantos edificios. Me sorprendió descubrir las líneas delicadas de María con el Niño. Un poco despistado y mirando aún hacia arriba traspasé el umbral de la puerta y entré. La primera tentanción fue la de dirigirme hacia algunas de las obras de arte que más me gustan: los Caravaggio, Bregno, Bernini, Sansovino... Un lugar tan densamente humano que parece constuido por el mismo ideador de este extraño ser que somos. Desde Nerón, que en paz descansó al fin en este lugar, hasta la paz de los padres agustinos hay historias que sólo sus muros sabrían contar sin palabras.
Absorto en estas sensaciones mi vista cayó en la primera capilla a la derecha. Y allí fue mi sorpresa: un cuadro lleno de colores tenues, de formas delicadas que hablan de la ternura, no del remilgo o la mogigatería, no de condescendencia o pietismo. Ternura: el encuentro sin miedo ni vergüenza ante la sencillez. El rostro de la Virgen pintado por el Pinturicchio: Mezcla de maravilla y descubrimiento, la com-pasión. No recuerdo otro igual que hable de esta ternura ante el misterio de este Niño desnudo, pequeño, como cualquier otro, el Hijo del Hombre. Ella se inclina para observar como la pequeñez, fragilidad y sencillez, lo más ordinariamente humano es también divino. Credulidad o sabiduría. Tonta ingenuidad que despreciamos o sencillez que envidiamos. En ese momento pasó por la imaginación y el recuerdo las palabras de Juan XXIII saludando a los niños de las personas que estaban en Plaza S. Pedro. ¿Cuáles son las cosas importantes? Un gran hombre de estado o un papá ¿se contraponen?
Roma es la ciudad de la ternura. Con alegría lo he descubierto. Miles de pequeñas placas que recuerdan vidas y hechos que llenan el alma de los momentos reales, humanos y divinos: Joyce que mal vive en su pensión cerca de Piazza di Spagna como pobre funcionario y que está concibiendo un nuevo Ulises, mientras su compañera como Penélope espera su regreso de la tasca en la que dilapida sus cortos ingresos.
Una ciudad misteriosamente humana. Por sus grandes obras -Goethe había dicho que sin ver la Capilla Sixtina uno no se puede hacer idea de lo que el hombre es capaz de crear- pero sobre todo por la vida de tantas y tantas personas que la recrean en miradas, en saludos, en el gusto por vivir plenamente lo cotidiano y sencillo como algo grande. En medio de las prisas por buscar algo 'especial' para hacer los regalos, me he encontrado este estupendo regalo de ternura 'rhumana' en Navidad.