jueves, 20 de septiembre de 2007

El sueño de la dolce vita

“Sólo en sueños, en la poesía, en el juego –encender una vela, andar con ella por el corredor- nos asomamos a veces a lo que fuimos antes de ser esto que vaya a saber si somos.” J. Cortázar. Rayuela.

Tenía los pies deshechos, balanceando sus cortas patas mientras el cuerpo intentaba buscar una posición para relajarse en el incómodo banco. Acababa de entrar en la penumbra de la iglesia de Sta. Maria Inmaculada, al inicio de Via Veneto. Antes de concluir el tercer tramo de la escalinata había entrado sin darse cuenta en la cripta. Había subido las escaleras pensativo y cansado siguiendo con la mirada y con sus pasos los pies de otras personas que se dirigían a una puerta que se abría en el amplio rellano.

Al salir había buscado la entrada de la iglesia como un refugio, como una altura sagrada en la que entrar en contacto con lo divino dejando por un momento el recuerdo de la dura tierra.

Entrando a la derecha se había detenido a contemplar el victorioso S. Miguel al que Reni dotó de expléndido manto rojo imperial, de fina y derecha espada que más parece una joya junto a su rostro asexuado de joven lampiño, de una cadena que parece en su mano una correa de paseo delicadamente sujeta a su mano gordezuela. Alas que brillan teniendo al fondo una larguísima cola que se enrosca buscando la presa, delicado vencedor y dominador de la oscura anatomía violenta del mal: rostro bien definido, siempre reconocible y virilmente pasional con manos que resisten –jamás rendido- con el apoyo de la tierra. Se sentó y sus ojos, a pesar de la dura madera, se cerraron.

¿Quién es mejor maestro que yo para enseñarte a ser lo que eres y que no serás jamás perfectamente lo que quieres ser? Una sombra vestida con sayo marrón lanzó su pregunta desde la penumbra del ambón.

¿Quién mejor que yo se presenta ante los ojos de Horacio para indicar lo escondido en cielo y tierra ante los sabios y poderosos?

¿Quién si no yo ha llevado la perfecta ofrenda a Júpiter Feretrius presentando como despojo del vencido mis propios huesos, resultado de un duelo entre pares?

¿Quién pescaba en el mundo de los sueños los futuros números que daban la riqueza mientras no guardaba ni una mísera moneda para pagar al barquero que transporta a esta otra orilla?

¿Quién como yo ha saboreado el aire templado de Villa Borghese tras los Laudes mientras cantaba a la hermana madre Tierra que ahora me acoge en su seno en espera de la nueva Vida?

¿Quién mejor que yo conoce la dolce vita, yo que la he dejado y sigo viéndola ahora desde las cuencas vacías de mis ojos? La figura, diminuta y exigua se mostraba ahora con claridad, se imponía en el sueño de Eneas como los rostros sin carne que había visto poco antes en la cripta: sin facciones, impersonal, inatacable en la aparente inercia de un cementerio, lugar del sueño.