lunes, 25 de agosto de 2008

Priscilla

Por la mañana, cruzando la fontera del mágico mundo del Coppedè demarcado por el río de coches de via Tagliamento y caminando por calles con nombres de río pero mucho más apacibles, subimos hasta la via Salaria a la altura de Villa Ada. Armando caminaba a mi lado, pensativo y mirando al suelo. En silencio intentábamos cruzar la estrecha y traficada via ante el hotel Panama donde concluía, como una vía muerta sin previo aviso, la acera de la derecha. El muro sucio de mil humos y macizo dejaba ver las copas de frondosos árboles como anunciando otro mundo con otras reglas, paisajes e historias pero contiguo, sin otra solución de continuidad que un muro y una vieja via consular.

Menos mal que era domingo y había pocos coches. Los que viajaban buscando el ‘salario’ en largas colas hoy habían interrumpido su ir y venir.

La mañana pasaba rapidísimamente. Entre los ríos el tiempo y la vida parecían ir hacia el mar. Todo fluye y Roma parecía presa de un misterio entre el fluir continuo, frenético y la solidez de sus rocas. La historia que arrastra todo y la memoria que lo quiere pesacar con sus anzuelos de cincel.

Cada generación ha querido tributar honor a lo efímero haciéndolo estable. Agua y rocas. ¡Qué bien sabía la vieja Roma de estas cosas!¡Qué triunfo el saber mostrarlo en sus fuentes con un estilo que Bernini leyó en el alma de la ciudad! Esta mañana clara de domingo no sería completa en su luz sin sus sombras, sin los recovecos que se celan en patios, chaflanes, cornisas, galerías, portales. La sombra es la que realmente muestra la existencia de este cuerpo real, tangible que es la ciudad. Y con las sombras el movimiento, como la espiral de la columna en la que las figuras desfilan ante el sol que les da vida al unirse con su sombra.

Metida en lo más profundo de la memoria, de lo que quiere ser eterno dentro del seno de la segura madre tierra, en la sombra fresca y húmeda, los cristianos han querido que allí brillaran sus lámparas, la estrella del Profeta y de los Magos, los colores del Fénix, del pavo real y un fuego de horno. Han querido que hubiera monstruos marinos de oscuro vientre para que de él saliera la luz. Han saludado con un ‘hasta pronto’ a los que estaban en el sueño de la espera. Corre sobre nuestras cabezas la via Salaria y los juegos de los niños en Villa Ada, mientras los iluminados volvían a pasar por el oscuro vientre de las aguas de la muerte en una dormir ya sin tiempo. En el tranquilo claustro de benedictinas, arriba, parecen seguir los pasos de la noble Priscilla, anfitriona que ha abierto su casa y su suelo complicándose la vida para que ésta entrara hasta lo más recóndito de su tiempo haciendo que su nombre no se extinguiera.

La memoria excava como arqueóloga porque ama las sombras, la luz de otros ojos que se han cerrado y que ella toca para acariciar y contemplar su última imagen porque sabe que todo pasa menos ella, dejando sus huellas en nuevos ojos, en el tacto. Estos dos sentidos llamaban a los demás en mí y las palabras brotaban como un himno de antiguos tiempos, nuevas como entonces. En los hielos del ártico el frío ha congelado el tiempo dejando las palabras heladas, el fluir sin frutos. He venido aquí y veo ahora que el recuerdo no es el frío témpano que antes temía sino la caricia de un viento lejano que es capaz de traer en su cuerpo el sonido, el aroma, el gusto de lo lejano. La memoria mía revive entre estas piedras, en el seno de la tierra, ante las tumbas vacías, las emociones, la realidad más efímera y eterna de esta conciencia de ser que somos.