lunes, 23 de febrero de 2009

Brotes

Pocas cosas dan tanta alegría como acariciar un gato. Sentir su ronroneo agradecido de animal satisfecho. Y esa alegría es proporcional a la importancia que adquieren tus manos, aunque sea una importancia atribuida y reflejada por un gato.

Al salir de Villa Massimo, Eneas estaba cansadísimo. No tenía ganas ni de darle más vueltas a su viaje, a su historia, a las personas que había dejado y las que había encontrado. Encontrarse con aquel ejemplar felino de considerables dimensiones y mirada lánguida lo había empeñado en un quehacer gratuito y sin transcendencia aparente. Sin empeño y sin pedir. La suavidad de un pelo lustroso y la calle que se abría nuevamente ante él.

Entró otra vez en el bar. Esta vez Giovanni estaba sirviendo raciones de platos pre-cocinados y ‘tramezzini' a un grupo de turistas. Pagó un zumo y una ensalada ‘capresse' y esperó su turno.

El ruido de las tazas, el olor del café, su pequeña mesa cerca de la puerta, la gente que pasaba a su lado sin verle. Se sentía confortado por esa vida que pasaba, cálida e inconsciente, como una respiración que continuaba independientemente de sus pensamientos.

Esta ciudad tenía la vida de un gran árbol. Era capaz de pasar los inviernos haciendo brotar nuevas yemas de su tronco en apariencia seco. Es capaz de renacer, sacar de las cenizas y el humus la materia nueva bajo el sol. Suma y no se abate. Empieza siempre de nuevo. Caen ramas secas con el viento helado, pero con los primeros calores se llena de aromas, de vitalidad, de una invisible actividad que se derrama por todos sus vasos.

Es una ciudad que sabe perdonar, que no llora sobre sus glorias perdidas ni los horrores. Sus heridas profundas cicatrizan. El paso de los vendabales que han dejado huellas en su inclinado tronco, los años de savia amarga, sus frutos marchitos que se han perdido, las lanzas construidas con sus ramas, a veces las que prometían llegar a las nubes. Pasa la noche, el invierno y como sus plátanos gigantescos, confía en la luz que seguramente vendrá.

Por la via Merulana, multitud de pequeñas ramas secas se habían desprendido con la jornada de viento frío de febrero. Al final de la cuesta la basílica de Sta. Maria le recordaba que estaba cerca de la casa de Armando, de su casa en Roma.

A nada servía su lamento, sus propósitos, su honor, su penitencia. En nada podrían cambiar el pasado. Sólo una nueva vida, el instante siguiente que le venía ofrecido era motivo para no mirar más hacia atrás. Había dejado sus amigos, su gente, en una orilla del océano y allí, en aquel momento, algo le decía que en su viaje otra nueva primavera se le ofrecía, casi casi la notaba en el aire lleno de luz.

En su camino por la ciudad, Roma se había convertido en una señal, un milagro que resumía mil palabras confortándolo. Estaba ahí para todos pero ahora estaba también para él con un significado que entendía. Roma era sí un gigantesco lugar de memorias pero en donde las piedras no pesan por su culpa.