jueves, 26 de marzo de 2009

Salonina

Se acercaba la hora en que todos los gatos son pardos. Con su rosa blanca como un punto empezó el regreso hacia la casa de Armando. Para salir del gran rectángulo de Piazza Vittorio escogió la calle Carlo Alberto. El olor de las especias en una tienda marroquí era tan fuerte que parecía un sabor, fuerte y cálido, e iluminaba su imaginación con colores brillantes y cálidos. Cientos de pequeños sacos abrían sus bocas para mostrar, como tesoros de otros tiempos, de otras tierras, su precioso contenido. Casi sin darse cuenta se encontró ante una alta pared de ladrillo como una incisión en las fachadas de tono burgués y tintas claras. A la izquierda se abría una callejuela con un arco oscuro. El sonido de una fuente lo invitó a entrar en aquella penumbra sin tráfico. A su espalda dejaba miles de estorninos que hacían sus acrobacias de montaña rusa en el aire claro del ocaso sobre Piazza Vittorio.
Bebió un trago de agua fresca. Y al levantar los ojos se encontró con un viejecillo que traía un jarrón en la mano.
-Buenas tardes.
-Buenas tardes. Beba, beba. No tengo prisa. Venía a coger un poco de agua para las flores del altar de S. Modesto.
-Gracias. Ya he terminado. ¿Usted trabaja en esta iglesia?
-¿Trabajar? Sí, aunque sería mejor decir que vivo. Hace 53 años que la cuido.¿Se ha perdido? Porque poca gente pasa por esta puerta.
-¿Una puerta?
-Sí, y de las antiguas. Este arco es una parte, como la síntesis de su historia. Un poco más adelante, en el muro de un edificio en via Carlo Alberto puede ver restos de las piedras de las murallas republicanas. Por aquí se entraba en la ciudad hacia la colina del Esquilino o se salía hacia tres grandes vías.
-Ahora parece un arco que sostiene dos paredes, que no conduce más que a un callejón y al que no se llega sino por casualidad.
-Y así es una parte de Roma: sólo se llega a ella por casualidad y no te lleva a ninguna otra parte sino a ella misma, sin otros alicientes ni intereses: nada se compra aquí, no hay vistas bonitas ni bullicio de gentes, no hay obras de arte famosas sino piedras y recuerdos de gente que nadie recuerda porque no leen las piedras.
-¿Cómo se leen las piedras?
-Pues con tiempo, levantando la vista...y a estas horas con una linterna. Espere.
Al poco rato volvió ya sin su jarrón y con una linterna grande.
-La tengo siempre a mano pues cada vez la oscuridad se hace más densa por acá. Mire.
Dirige el haz de luz hacia el ático del Arco.
-Las piedras siempre hablan como una nota a pie de página, o como el índice de un libro. Esconden más de lo que dicen. Y en este caso hay un capítulo del que no sé su contenido. Cuando hablan de Marco Aurelio Vittore que ha dedicado este Arco, cuando ya había dejado de ser puerta entre la urbe y lo que estaba más allá de la protección de los dioses, para ser al máximo un recuerdo en medio de un pasillo.¿Quién sabrá algo sobre la historia de este hombre?¿Quién contará las historias que se encuentran enunciadas en este capítulo, en su nombre? Con el paso del tiempo se hace muy difícil despertar del olvido la memoria de los que han sido, incluso de los que han querido y podido dejar su nombre en piedra.
En cambio, Gallieno y Salonina han tenido la suerte de los gobernantes: protagonistas siempre de eso que llaman Historia con mayúscula.
-¡Qué nombre tan bonito y curioso! Salonina. Parece el de un castillo encantando, el de una isla cálida y misteriosa, el de una mujer de un lejano oriente mágico lleno de mil y una noches.
-Veo que para usted los nombres son algo más que un apelativo. Ellos son la verdadera puerta que queda, como este arco, siempre abierta, por la que pasamos sin darnos cuenta.
Un día le he preguntado a un profesor del Instituto Oriental que está aquí al lado, por esta Salonina. Su nombre era invitante, prometedor, una maravillosa celosía y reja de jardín perfumado. Tras una semana hemos pasado una tarde estupenda hablando de ella e incluso viendo fotos de cómo la habían representado.
-¿Y qué ha averiguado? Cuénteme.
-Con este frío y con mis años es mejor que entremos en la iglesia y nos sentemos. Está siempre cerrada, por desgracia, pero tengo las llaves y un poco de aire fresco no le hará mal.
La desnudez medieval de sus muros contrastaba con la decoración barroca del interior que se confundía con las tinieblas y las sombras. Se abría como un pequeño rectágulo con altares laterales en los que se escondían sabe Dios qué miradas asombradas ante nuestros pasos. Nos sentamos.
-La segunda mitad del s. III fue una época muy difícil en Roma: la moneda perdía valor constantemente, los asesinatos, las intrigas en Palacio y los problemas con los pueblos bárbaros hacían imposible gobernar. En este mundo lleno de complejidad y luchas, oscuro y frío, me imagino a esta mujer como un viento cálido venido del Oriente, sin origen ni causa conocidos. Lo cierto es que llegó: Augusta in Pace, título con el que aparece en algunas monedas, Crisógona, nacida de oro, como salida del mismo sol o las arenas doradas de tierras exóticas, Iulia Cornelia de vieja solera, como un retoño en el árbol seco de la romanidad. Y, al mismo tiempo, tras ver una foto de su busto que está en el Hermitage, se nota su capacidad de llevar en sí todo el dolor y la complejidad de su vida. Es un busto maravilloso. ¡Ojalá pudiera ir a leerlo en persona! Joven y perfecto como una Venus, para ella que fue madre generadora y preocupada por la suerte de sus 3 hijos, pero fiel reflejo en su rostro de una personalidad alejada de los cánones del Olimpo. Un busto con espíritu, con personalidad. Fuerte en su mentón, imperiosa en sus labios, erguida en la atalaya de su cuello, penetrante y cansada en su mirada, lineal e imperiosa en su nariz, recogida y secreta en su peinado. La imagino en sus conversaciones con Plotino que tanto admiraba, mecenas de miradas y reflexiones construyendo su ciudad de los filósofos, altiva en el momento de su muerte junto a su marido, asesinados en Milán, compartiendo con dolor y temores su historia. La imagino en su relación con la hija de Atalo, pacto conyugal de Gallieno con los Marcommanos, compromiso doloroso y tributo que ha pagado en su vida cotidiana compartiendo la vida de la gente y las suertes del imperio durante ese período de la historia.
Sus ojos se posaron en silencio en el afresco de Antoniazzo Romano que estaba detrás de mí.
-Un nombre que es como una historia contada tras una larga y dura jornada. ¿Dónde encontraría la fuerza para hacer honor a su prometedor sonido?
Era tarde y las puertas de la ciudad se cerraban. Aquel rincón de Roma encerraba pequeñas palabras en sus piedras. Palabras de tiempos de gloria y de destrucción, del cisma de Ursicino y del antipapa Felipe en los lejanos y aquí tangibles siglos en que aquel lugar estaba unido a tantas historias olvidadas. Mientras salían, aquel viejecito dejaba caer como notas a pie de página, para mil noches, títulos de historias, pequeñas palabras.
Cerraba lentamente la puerta mientras el príncipe Federico Colonna, tras ser mordido por un perro rabioso, imploraba la ayuda de S. Modesto. Le fue bien y pudo reedificarla concediéndole nueva vida. Salonina, el príncipe, S. Modesto, los martíres caídos sobre aquellas piedras...tantas ánimas que eran el alma de aquel lugar.
-Muchísimas gracias por haberme leído estas piedras.
-Gracias a usted por hacer que lo que está escrito tenga voz y siga vivo en su historia.
-Volveré.
-Me alegro y espero estar aún. Me tiene que contar su historia.
Con su rosa blanca, en la noche fría, Eneas se fue hacia via in Selci. Había viajado tan lejos que el recuerdo de Marta y su papá le parecía un deseado regreso al hogar

martes, 10 de marzo de 2009

Las flores de nieve

No quiso volver a casa. Era temprano y el sol, bajo y frío, aún recorría su camino en el cielo, visible entre los edificios. Se fue a Piazza Vittorio. Pasó por uno de los soportales, altos, sucios del tiempo y las vicisitudes, de humos y gentes. Cruzó la calle cerca de un quiosco de flores y compró una rosa blanca para la pequeña Marta. No era olorosa, pero era blanca. Se fue a sentar en un banco, viendo los ladrillos de época romana, perfectos, tupidos, queriéndose defender del paso del tiempo que ya se había llevado bastantes compañeros atravesando una puerta hermética y sin llave, sin un espacio al otro lado: el límite entre la segura y plena estabilidad de las rocas y los espacios de la historia de los hombres, en esta parte.

Puerta magica Roma
En un banco a su derecha, una chica se había sentado. No se había dado cuenta de su presencia hasta que escuchó que afinaba una guitarra.
Era una chica alta, delgada, con el pelo corto. Su piel blanquísima y su pequeña nariz le daban un aire frágil. Llevaba una gran bufanda y los lumbares descubiertos, con sus largas piernas enfundadas en unos vaqueros ajustados.


Empezó a cantar:

Da bambino volevo guarire i ciliegi
quando rossi di frutti li credevo feriti
la salute per me li aveva lasciati
coi fiori di neve che avevan perduti.

(De niño quería curar los cerezos
cuando rojos de frutos los creía heridos
la salud para mí los había dejado
con las flores de nieve que habían perdido)

Como hilos de araña brillaban las cuerdas en aquella tarde. Y se rompieron. Tras aquellos primeros versos dejó boca abajo la guitarra y se fue con su mirada perdida mientras seguía allí con sus largas piernas estiradas y los brazos en cruz.

No conseguía llenar aquel silencio, ni con recuerdos ni con datos o pensamientos. Eneas había tenido siempre mucha información que le servía para todo. Había leído muchísimo, tenido profesores muy preparados, los mejores. Sentado a pocos metros de aquella chica se dio cuenta de de que de todo lo que sabía le habían quedado sólo las ganas de conocer; del tiempo ante los libros, la constancia de seguir el camino de las letras, de todos los kilómetros, lugares y rostros nuevos, un paisaje y no la meta.

Su viaje en ese momento era por dentro. Descubrirse, quedar desnudo ante la propia vista o la de los demás. Había sido divertido. Se había vertido, derramado en tantas cosas y ahora era el momento de encontrarse.

Aquella chica estaba viajando por dentro. Quizás por su tristeza, quizás en el vacío de la escena o en sus personajes. No lo sabía. Pero se dio cuenta que al igual que aquella puerta, que aquellos ladrillos, su valor estaba dentro, no por su movimiento, por lo que de ellos salía, sino por lo que eran desde que alguien los quiso.

Los frutos son heridas porque las flores ya no existen. Sentado en el banco, mirando aquella chica, mi rosa blanca en las manos, deseo que el tiempo no fecunde con hechos. Pero el tiempo, como las piedras no pesan, no pasa por su culpa. El tiempo mide el movimiento como postes de una ferrovía. Soy un gavilán sobre el poste, o volando tan alto, tan alto que todo corre lento. Estoy en Roma a finales de febrero con los cerezos en flor, en un parque, y todo para irme descubriendo y cubriendo de pulpa. Los cerezos no tienen cura sino una vida que llevan dentro sin saberlo. Y yo lo sé.