jueves, 2 de julio de 2009

Palabras que nadie ha dicho


Recorriendo la antigua via de los peregrinos, Eneas llega hasta el río. Bajo el cielo azul y frío se muestra imponente, al otro lado del puente, Castel Sant'Angelo.

Le vino a la cabeza la canción de Víctor Manuel y Pablo Milanés: Blanco y Negro. Quizás por la blancura de los ángeles en la balaustra del puente. A sus pies, otros tantos vendedores negros, algunos como el carbón, brillantes bajo el sol como azabaches.

-Capo, capo. 5 euro.

Con sus pequeños pasos se adentraba en la ligera cuesta de la cabeza del puente, pasando entre los turistas en posa para la foto de rigor.

Un castillo que fue tumba, cárcel, refugio, elegante mansión, cuartel...y que ahora era un museo.

Mientras compraba la entrada, al lado de los impresionantes muros sentía una especie de vergüenza por el lugar en el que estaba, como si entrara en la casa de un viejo conocido que, tras su muerte, los herederos hubieran convertido en un salón donde poder ver los objetos de una vida que ha dejado de animarlos.

Entrando, sus muros parecían un vestido rasgado. Su cuerpo se mostraba con una inercia fría a la mirada forense. Vacío. Espacios vacíos sin la vida de los que los habían construido o reconstruido en una sucesión de avatares. Su cuerpo no se mueve con la ciudad, no siente la pasión de la vida que lo rodea. Ya no es capaz del bien y el mal propio de la historia humana. Mira y recuerda como un viejo imponente con el alma ya dormida.

Mientras subía por las rampas, anchas costuras en su vestido de piedra, recordaba el silencio lleno, la desnudez viva y acogedora, del viejo convento de Sta. Lucia in Selci que lo había envuelto en una vida traída y entregada desde hace mil años. Su maleta aún estaba sin deshacer. Una maleta llena de esperanzas que no se han deshecho. Recuerdos que sirven y ropas para mostrarse, para moverse en el teatro del mundo. Maletas que son como palabras que viajan contigo, que llevan lo único que te pertenece. No se esconden sino que contienen, reclaman la mano, la voz que las ha llenado mientras tantos las ven pasar.

Las palabras que nadie ha dicho no son los secretos o los saberes escondidos entre pocos iluminados. Las palabras que nadie ha dicho son las que se dirán, las de cada uno. Las que la vida ordinaria llenará de significados, terribles y sublimes, anodinos y estúpidos, heróicos o traidores. Las palabras necesitan la vida como un contexto, como el aire o el papel, para significar, para mover, para crear. No hay otra vida paralela para iniciados. Ya bastante complejo es vivir el misterio de la vida.

El castillo era un texto sin personajes. Sus paredes llenas de frescos, son frases en un idioma que ya nadie hablaba, al máximo alguien –estudioso de lenguas muertas- las podía leer. Un libro concluido que recobraba vida sólo en el lector, en las miles de miradas que lo escrutaban, que lo imaginaban mientras iba creciendo, se iba formando, protagonizaba historias.

De la luz intensa de un patio pasó a una sala donde una exposición recordaba el Arte Encontrado, recuperado tras un robo, desempolvado, sacado a la luz, mostrado al público sacándolo de la oscuridad de alguna mansión.

En una pared un pequeño cuadro de tonos ocres llamó su atención. Tres mujeres posaban coquetas en una sencilla desnudez de cuerpos y líneas, sin más color que el del boceto. Amigas que han salido juntas para jugar hablando blandamente.

¿Era la tenue luz del patio la que le permitía descubrir aquellas Gracias o las oscuras cámaras de los ojos en las que se formaban aquellas imágenes?

La mayor parte de su tiempo, y la mayor parte del tiempo de todas las personas que allí estaban pasaba en la oscuridad de la vida cotidiana. ¿Por qué oscuridad? ¿La luz es la de los reflectores y de la fama? Aquellas Tres Gracias, escondidas y menos famosas de otras, simple testimonio de unas jornadas de trabajo, estudio de las formas, ¿serán por ello tachadas de oscuras, irracionales, imperfectas, dignas de desaparecer? ¿Cuánto quedará a la luz de los siglos futuros? Y lo que quedará ¿no estará lleno de pequeñas pinceladas, letras que se suceden, simple materia impregnada de espíritu?

Aquel pequeño cuadro era como la carta de un amigo. Aunque otro la hubiera leído no sería igual... y no estaba hecho para ser leído por otros. Era un boceto, un intento, una esperanza hecha realidad por la voluntad de crear. Eneas se acordó del momento en que su padre le entregó el diario personal de sus antepasados que habían hecho el mismo viaje hasta Roma. Habían llenado su vida de tantas pequeñas cosas cotidianas y esas pequeñas cosas estaban llenas de vida: relación y acción.

Acariciando las viejas paredes Eneas llega hasta la terraza del Castillo. Roma se extiende ceñida por el río, como una Gracia durmiente ante los cañones oxidados por el paso del tiempo, sin el uso. El tiempo sin ser vivido se hace nada. Y sólo alumbra la vida durmiente de la esperanza si hay tiempo.

Envaina el ángel su espada. La espada de fuego que arrojó la existencia humana a los cotidianos afanes se convierte en clemencia, en conciencia de que hay perdón. Perdón para atraverse a vivir, para no esperar extrañas luces que nos alejan de las palabras que tenemos dentro, a nuestro lado, para no renunciar a cada instante esperando un momento. Degustar la belleza, su sabor, sin lamentar que tras unos instantes ese sabor pasa. Saber de ese sabor que ha sido y en alguna forma, de otra forma, será.

En el seno materno de la ciudad, en el invierno de sus calles y sus gentes que comparten los instantes sin saberlo, la historia se prepara para dar a luz cada día.

Una ráfaga de viento helado lo envuelve. El invierno gélido del dolor y la preocupación, a veces, como en la Antártida. Allí estaba él, junto a todos los que viven, como los pingüinos emperadores apiñados que protegen a sus pequeños y los alimentan cuando más imposible parece la esperanza, cuando la noche más larga cae sobre este mundo. También Roma tiene su invierno y la esperanza dentro, aunque es de noche.

Baja hasta los bastiones externos. Desde allí la cúpula de S. Pedro aparece a contraluz, oscura ante el atardecer.
Se dirige hacia las inmediaciones de piazza Navona pues ha recordado que en aquella zona, viviendo una vida apasionadamente real, alguien había intentado hacer humana, cotidiana, temporal, encarnada, palpable la luz.