martes, 22 de septiembre de 2009

Cualquiera

Con una melena gris recogida en una coleta bien peinada y la camisa de grandes cuadros azules fuera del pantalón, iba y venía recorriendo el primer escalón de la escalinata de Sant'Agostino. En la mano izquierda, una bolsa-custodia de ordenador se balanceaba liviana haciendo acorde con su pierna derecha. El mentón apoyado en el pecho, parecía que su mirada observara la punta de sus enormes zapatos marrones de buen cuero.
Viéndole, Eneas pensó, sin saber bien por qué, en aquel dibujo de una boa que se había comido un elefante y que, en otro tiempo, en otra vida, un niño había dibujado.
Más allá de las cosas que la luz iluminaba ¿qué había en las sombras y en el contraluz?
La tarde, avanzando, cerraba aún más la pequeña plaza sometida a una cierta oscuridad prematura por los pisos sobreelevados.
Junto a la selva de coches aparcados la imagen de aquel hombre con la plana y clara fachada como telón de fondo, remitía a una historia más grande que el elefante e igualmente escondida en apariencia. Subiendo unas escaleras, a la derecha, una ventana iluminada dejaba ver unas antiguas estanterías de madera bajo arcos que se sólo apenas se adivinan.
Eneas entra en la iglesia. Altísimas columnas y un cielo estrellado lo cobijan. Justo a la izquierda ve una imagen reluciente de María, como una gran matrona romana y del niño Jesús regordete a su lado. Múltiples exvotos de agradecimiento, celestes y rosa, rodean las imágenes como un marco barroco. En frente, en la oscuridad, atrae la mirada de Eneas una mujer en una pose graciosa, llena de donaire. Parece que lo estaba esperando. Y así es. Junto a ella, a sus pies, recién llegadas, hay dos personas: pies sucios del camino y aún con el bastón-bordón colocado entre los brazos, apoyado en el hombro pues las manos, sólo ellas junto con la mirada devota, parecen tributar una adoración suplicante. Todo lo demás, está sacado de un callejón de cualquier esquina romana. Aquella guapísima mujer y su niño ya no están entre los delicados y colorados paisajes del renacimiento -casi un paraíso en la tierra- ni entre las nubes barrocas de una gloria confusa. Se hace mujer de nuevo, de oscuros cabellos mediterráneos, de cuerpo entero ligeramente apoyado en el dintel de una casa cualquiera sobre el que se dibuja una sombra, sombra que tantas veces habrá recibido aquella piedra y que parece grabada en ella de tan normal, sombra y dintel que comparten el centro de la escena con un descorchón en la pared igual a los de cualquier casa. En simetría con el descorchón un niño ya grandote; con la sombra, el cuerpo de la mujer. Ella mantiene el niño con desenvoltura y al mismo tiempo con la fuerza necesaria para tenerlo en brazos. El gesto de su pierna parece hablar de otros momentos en que ella, ante el portal de su casa, se para a hablar con alguna vecina, indolente y al mismo tiempo apoyando el peso del niño en su cadera. Está en su ambiente, se apoya en su dintel, espera y sostiene, con la calma de un día cualquiera, con la simple liturgia de una visita cualquiera.
¡Y dicen que aquel niño es Dios y que aquella mujer es la única persona en este mundo elegida para ser su Madre! No hay protocolos de corte ni recomendaciones. No ve, como en la corte de su padre, hombres cargados de grandes proyectos, vestidos ricamente, el relucir de metales ni el teatro de los grandes salones. No hay chamberlanes ni ceremoniales, listas, invitaciones, etiquetas ni multitud de luces centelleantes. La emperatriz vestida de brocado y coronada de joyas, es historia. Hace falta la historia, tanta, para mostrar con miles de colores y sombras lo que las cosas son, para mostrar que esa madre también era una mujer cualquiera ignorada por los ojos de príncipes, sabios, potentes...y que una mujer cualquiera podría ser esa madre.
Sin embargo, tampoco este cuadro es aquella Madre y aquel Niño. Son la parte de ellos que gracias a la historia, a su largo decorrer, se muestra en un entreacto, teniendo como escenario un dintel cualquiera, ante la humanidad peregrina espectante, ante los grupos de turistas y caminantes sin rumbo sobre una esalinata, en una ciudad que aún conserva luces y sombras con paredes descorchadas.

¿Cómo dibujaría aquel niño, colorado y grandote, las cosas que veía en esta ciudad?