viernes, 26 de julio de 2013

Homo sum

El martes pasado tuve el placer de encontrarme con Sonia y José Luis. Paseamos por el barrio de Monti, tomado un refresco en un precioso bar en via Urbana, cerca del metro Cavour. Durante la conversación José Luis nos indicó la sensación de mareo con la que había salido del Palazzo Spada en donde había esperado disfrutar de sus maravillosos tesoros de arte. Era tal la multitud de obras que no le fue posible fijarse, contemplar.


Mi experiencia en el palazzo Spada fue muy diferente. Yo fui porque me presentaban a alguien... y no recuerdo casi nada más de esa mi primera visita sino su rostro. Para mí, palazzo Spada significaba el lugar donde poder encontrarlo.

Mi amiga Bábara hizo las presentaciones. Él me saludó con una ligera inclinación de cabeza y un sonrisa pilla, de quien juega con ventaja, de quien siempre sabrá más de lo que puedes imaginar y le gusta insinuarlo. Las sombras cubrían sus ojos haciendo su expresión casi enigmática, como una habitación fresca en penumbra en donde pueden celarse mil espacios y objetos. Con rizos de pelo negro y caprichoso mentón redondeado. Nariz recta y proporcionada, haciendo más delicado e inocente un rostro que sin ella podría rozar el cinismo. Joven sin miedo, dispuesto a rencillas, amores, juegos, proezas, locuras, músicas... cualquier joven y él, retratado por Carracci como una imagen de todo ello.

Tras despedirme, mis ojos veían sin mirar, transportados por aquel rostro que seguía hablándome de futuras aventuras como si fueran un juego. 

Sin embargo, otro joven se cruzó en mi camino. Ni siquiera se dio cuenta de mí. Estaba demasiado concentrado, casi apesadumbrado, con su cuerpo apoyado en una rodilla, inclinado hacia algo que había en el suelo y que al inicio no reconocí. No había en él ninguna sonrisa de aventura ni juego, sino la conciencia, el peso de haber vivido, de haber realizado un acto que ya formaría parte para siempre de su historia, sin vuelta. Un joven que parecía contemplar aquella cabeza descomunal y oscura, no como un trofeo, no con la grata satisfacción de la aventura realizada, de los honores futuros, sino con el abandono de quien ha luchado y al final queda solo, con la desnudez de quien nada tenía al empezar la lucha sino un descomunal adversario y ahora el contrincante está a sus pies. Pero habría podido ser al revés y era algo tan cierto que ahora no exulta, no hay alegría, sino reflexión y sentimiento: com-pasión. Orazio Gentileschi así encontró un día al joven David.

Aquellos dos jóvenes se me quedaron grabados en la memoria unidos al palazzo Spada. Dos jóvenes tan distintos a la hora de contemplar la vida. Dos personajes profundamente humanos pues hablan de lo que todos vivimos, dicen lo que nosotros somos, podrían ser nuestros o de cualquier otro. Ahí están para nosotros, con nosotros.


En palabras de un personaje de Terencio ‘Homo sum, humani nihil a me alienum puto' -nada de lo humano puedo considerarlo como extraño- o mejor, como dirá Unamuno transformando esta frase: ‘nullum hominem a me alienum puto’, ningún hombre me es extraño. Y así, en estos días, me contemplo encontrándome en medio de este sentimiento trágico de la vida, en el inexplicable dolor para el que no encuentran explicación mis amigos, ni el joven de oscuros cabellos ni el pensativo efébico. Ningún hombre me es extraño, y más cerca se encuentra el caído.

lunes, 15 de julio de 2013

Nada es estatua



Días de gran calor. El sol del mediodía parece deshacer las formas en halos y espejismos tras un aire lleno de cuerpo. Por la tarde, las tormentas derriten los contornos que suben como una nube de vapor y abandonan la pesada contundencia de las formas, cercanas al suelo, para convertirse en el inicio de una nueva tormenta, allá en lo alto.
Un encuentro con una amiga. El recuerdo de un dolor que sigue doliendo pues sale de dentro. Y en mi imaginación se representa una imagen clara y nítida. El arte de José Noguero me acerca a mi amiga como si estuviera casi tocando la transformación de sus recuerdos en vida, en sensaciones, en el paso del tiempo convertido en vida. Su escultura no representa la erosión ni el resquebrajamiento ni el vacío sino la movilidad de un cuerpo capaz de experimentar el calor, de hacerse líquido, de deshacerse en lágrimas de alegría o dolor. Incluso inerte, sigue comunicando en un fluir contenido. Contradicciones.

Lloran nuestros ojos y siente nuestro cuerpo y somos nosotros los que vivimos y revivimos. Sólo algo tan blando, caduco y extraordinariamente sencillo como nuestra carne es capaz de estar en este tiempo, en este mundo y participar de ellos. Luego pensamos, hablamos, escribimos, esculpimos, recordamos en el intento de ir más allá y que las vivencias encuentren puertas, se hagan otra carne, carne de papel, mármol o chip, que sobrevivan en otro espacio y en otros tiempos.
Tocados por esas palabras –otras vivencias- nuestra estatua se derrite, resuena con una nota que la hace vibrar, afloran las emociones contenidas. José Noguero no sólo ha cogido el movimiento yacente de la Cecilia del Maderno, su simbología que nos transporta, sus formas esculpidas haciendo liviana la piedra... José la emociona. Así me siento yo mientras escucho el relato de mi amiga: imperfecto y en devenir, derramado y superpuesto. Sin mi forma, sin mi cuerpo, sin mí, no habría dolor ni final porque no habría habido inicio. Limitado, con las experiencia de lo que se acaba y por tanto, con el sueño de que algo pueda ir más allá de mis límites, que pueda volcarse en regueros de mí, quizás en la eternidad o en el tiempo ilimitado de otras vidas, de otros ojos. Y esta experiencia es única, compartida sólo con los que compartimos tiempo, miserias y alegrías. Entiendo entonces que incluso Dios quisiera ser limitado, con carne y hueso, compartiendo lo que sólo así se puede vivir, ¿locura o estupidez?: dolor, placer, alegría, desilusiones, vida en tiempo, en un tiempo único en donde yo y mi forma/carne coinciden: no hay más y no hay copias. Sólo luego un después derramado, compartido que me gustaría fuera un siempre.