martes, 29 de octubre de 2013

Asomarse, asombrarse



Experto viene de experiencia. ¿Por qué lo digo? Permitidme un breve preámbulo.
Estando en Roma y dedicándome a los servicios turísticos, tengo oportunidad de encontrar mucha gente. Roma es siempre un motivo para compartir.
Sin embargo, con algunas personas el encuentro se hace afinidad, se hace parte de la propia historia, la que cuentas y la que cuenta. El tiempo entonces no es un simple ‘cronos’ sino que se hace ‘kairós’, un evento y una memoria, un motivo para festejar la vida que nos otorga estos momentos.

Ayer por la tarde, tras uno de estos encuentros no me sorprendió su clásica tarjeta de buen papel con tonos amarillos, me sorprendió bajo su nombre un apelativo, casi una exclamación: experto. Podría sonar megalómano o una palabra vacía -flatus vocis sería mejor y más divertido sino sonara a pedante-, podría ser una definición de una ocupación inexistente si pretendemos que la pregunta ¿qué soy? obtenga siempre como resultado una posición laboral.

Tras dar un paseo y almorzar en el Peperoncino D’Oro, junto al lugar de mi trabajo en via del Boschetto, tras hablar de Roma, de la propia historia, de las experiencias de la vida, esa palabra ‘experto’ me pareció una síntesis adecuada y llena de significado: en su pasar por Roma, por la vida, me di cuenta que no va recogiendo datos, sino experiencias o vivencias. Quizás también habría podido poner como subtítulo a su nombre ‘vividor’ (¿por qué tendrá tan mala fama esta palabra tan bonita?). Ahora, me lo imagino como la estatua de Trilussa, asomado a la vida que pasa en la plaza, escuchando las conversaciones de los que están a su lado, abierto a las tantas verdades que enriquecen las pocas propias certezas haciéndolas capaces de mostrarse sin imponerse, sobre todo ante un buen vaso de vino: in vino veritas.
‘Yo no podría ser profesor’. Quizás el término profesor posee un matiz que hace pensar en alguien que enseña el camino sin recorrerlo, alguien que sentado desde lo alto de una tarima (ex catedra, catedrático) habla con los que se sientan a sus pies, alguien que comparte más contenidos noéticos que experiencias sabiendo o suponiendo que tiene ante sí quien aún no los posee... Sin embargo, con mi ‘experto’ pude experimentar como sería un Sócrates que, sin ser profesor, hacía brotar pensamientos y palabras, o uno de aquellos griegos amantes del saber compartido mientras se camina.

Ya véis que ha sido toda una experiencia el encuentro con mi ‘experto’, como quien ve pasar gente y qué gente sentado bajo una buena sombra: asombrarse.


En este sentido, y siempre ‘aprendiendo’ de expertos que no son profesores, hace poco en piazza Trilussa,  Pino, el propietario del restaurante Al Fontanone y trasteverino de adopción, me hizo notar un extraño detalle en una pequeña casa destartalada junto a su local. En la parte inferior derecha de una ventana del segundo piso se ve un espejo retrovisor apuntando hacia abajo pero con la inclinación justa para que alguien desde esa ventana pueda ver lo que pasa en el portal. Una forma perfecta para no asomarse, para defenderse de los acreedores, para no dar la propia presencia a los que la atacan con solicitudes, propagandas, deudas o favores. Ingenioso y muy romano sobre todo en épocas en donde ‘non c’è trippa per gatti’: el lema es buscarse la vida en una ciudad en donde todos y todo pasa.

Algunos se asoman, otros se esconden y sólo un ‘experto’ recoge las historias de todos ellos para hacerlas tesoro.

miércoles, 23 de octubre de 2013

Autómatas



Desde el balcón contemplaba el movimiento de la plaza. Franz se movía con gracia y seguro de sí. Sabía que él había notado su presencia y el poder de sus miradas tras un abanico que la celaba y al mismo tiempo la hacía blanco de tanta curiosidad.
Al mismo tiempo, Swanilda y otras chicas aparecen con unos apuestos soldados de permiso, tejen sus palabras y gestos en la algarabía general, entre las alegres notas de una primavera que hace olvidar el cuartel y los trabajos para dedicarse a la danza de la seducción.
Coppelius también está en la plaza y observa, participa secretamente recogiendo la excitación de la vida que se derrama buscando cauces entre los jóvenes. Ha dejado atrás su juventud pero siente en sus manos un poder casi divino que lo hace sentirse ufano, satisfecho, más fuerte de los pobres jovenzuelos que inconscientemente juegan con su tiempo y sus energías. En su casa, en ese mundo que se ha creado, sus secretos están bien custodiados. Mientras los mozos se deshacen en mil cabriolas ante Swanilda él ya tiene la suya.

Ella contemplaba todo desde su balcón: su lugar y ella misma pertenecen a Coppelius. Quizás ella misma es un mero objeto decorando ese lugar. Es así y no tiene adonde ir. Desde allí observa los círculos de miradas que se van creando en la plaza: de Coppelius a Swanilda, de Swanilda a Franz, de Franz hasta su balcón. Todos persiguen algo y buscan sin encontrar. Sólo ella parece reposar tranquila tras su abanico, sin buscar, sin moverse, perfecta como un motor inmóvil que hace girar entorno todos los personajes atraídos uno a uno por su gravedad.
El círculo se rompe cuando Swanilda encuentra una llave. Se le cayó a Coppelius y Swanilda lo sabe. Sabe que en aquel balcón, en aquella casa está la clave de su incesante danza en pos de Franz. Esa llave es la clave. Miedo y audacia.
Entra, y entre aquellas cuatro paredes ve artilugios, mecanismos y muñecas, un mundo que Coppelius ha creado y gestiona como dueño absoluto, con un movimiento rítmico que emana de sus artes. Es una vida de hilos invisibles. Coppelia, la muñeca autómata, hermosísima, sentada en el balcón, no decide. Es asombrosamente parecida a ella. Se mueve por sí misma pero no tiene metas. Su belleza está determinada, pintada como su sonrisa y no puede corresponder a ningún amor. Tiene peso y crea la ilusión del movimiento pero sólo porque su dueño se mueve, la quiere pero sin hacerla querer. Coppelius no es Frankenstein. Su autómata es una mujer, en todo igual a la más hermosa de las muchachas, nada la distingue en apariencia... pero no viaja, no decide, no siente ni odio ni venganza, no se siente distinta ni pretende ser igual, no busca compañía en un semejante, simplemente se deja. Su mundo se cierra entorno a la compensación que apaga los deseos de su creador... aunque Coppelius sueña con ser correspondido con las novedades de la libertad.
Coppelius regresa a su casa preocupado por la llave perdida y temeroso por la importancia de sus secretos. Swanilda se esconde al verlo llegar. Y todo se complica. Cuando Franz ve la puerta abierta entra también en aquella casa con la esperanza de encontrar aquellos ojos misteriosos que lo miran tras un abanico.  
Coppelius al ver a Franz sabe que no puede dejarlo salir. Se quedará para siempre en su mundo. No puede permitir que ese mundo perfecto quede expuesto como el lugar de un pobre loco. Y entonces surge la determinación: Franz es la ocasión que estaba esperando. Necesita su vida para alimentar con ella la inerte materia de su amada autómata. No posee el arte divino de crear, de dar vida a lo inerte, sólo puede engañar y sonsacar. No se ensucia, no se enfrenta con la materia siempre mostruosa de la muerte. Él busca sólo la perfección del artista enamorado de su obra: mira la realidad y se rebela ante sus defectos. En el fondo no quiere  el cuerpo y alma de la pobre realidad humana, sus cambios, sus defecciones, la posibilidad de que te salga rana. En eso, el monstruo creado por Frankenstein, era realmente uno de nosotros. Y eso da miedo.

Swanilda, mientras tanto, observa lo que pasa y no sabe cómo intervenir. Aquel mundo entre 4 paredes la asusta. Cuando ve a Franz narcotizado y lo que pretende hacer Coppelius decide entrar en escena. Se viste con la ropa de la hermosa mueñeca y empieza el juego de quien se mueve dentro de un cuerpo de metal pero con la vida y voluntad sonsacadas a Franz. Coppelius está feliz y desconcertado. Por primera vez su creatura no es del todo suya, lo nota. Ni la violencia ni la zalamería la hacen estar bajo su poder. Al final ella consigue destruir todo ese mundo artificial. Franz despierta de su doble sueño para seguir viviendo y reconocer al fin que ama a Swanilda.
Coppelius se queda con los restos de su muñeca entre las manos, sin misterios, sin secretos, provocando pena mientras la vida continúa nuevamente en la plaza, en el mundo real más allá de aquellas 4 paredes.

Palabras dichas con música y danza. El tiempo ha volado entrando en esta fábula real, saliendo del Teatro dell’Opera hacia el mundo que estaba en el palco. Un viaje de sentimientos e imágenes que me han traído muy lejos para desde aquí ver también el cuadro de nuestra vida cotidiana, el gran teatro del mundo lleno de autómatas, Coppelius y enamorados buscadores de alguien que les corresponda, monstruos terriblemente diversos condenados a no encontrar un próximo y muñecos de perfección encerrados en su mundo sin defectos. Un paso y otro, con miedo, sonriendo o con torpeza también nosotros danzamos.