martes, 29 de julio de 2014

Efímera, imperfecta

La Roma eterna es sólo un decorado, un poco más duradero y con cambios más lentos, de la sublime y sensacional Roma: esta es la causa eterna y efímera que mueve todo. Es una ciudad construida para sentir, sensacional en el profundo valor del término. Las épocas de su crecimiento, sus lugares eran importantes en cuanto esenario de eventos, lugares de sorpresa, de conmoción, de devoción, de fiesta, de orgullo, de crueldad y gratitud. Lo estable de sus piedras, del arte que dura en mármoles, pinturas, textos... está en función de los fluidos momentos de la vida que se muestra, que se siente viva y se consuma, sonando con mil acordes que resuenan en una cávea gigante de siglos.
Desde hace relativamente muy muy poco tiempo, también en Roma, en vez de vivir los momentos muchas veces nos preocupamos porque duren, por atraparlos y mantenerlos gracias a una nueva ansia de poder. Esa ansia curiosamente deja como elementos duraderos en muchos casos basura, escorias que forman una huella demasiado permanente ante la belleza de un placer, de un uso que siempre y en todo caso es efímero. Ya no se apela a la memoria con una imagen evocadora, sino que es el mismo instante el que se atrapa en mil imágenes, comentarios, todo un banco de información atrapado en redes sociales de arrastre.
En muchos casos no se comparten las sensaciones, viviéndolas juntos, sino la efervescente sensación de contarlas. Es más, se llegan a vivir sensaciones para compartirlas como información o lo que es peor, la única sensación es el placer de pensar en cómo compartir una experiencia cuando ésta ya ha pasado. Sin abandonarnos a lo inaferrable e inenarrable nos perdemos en el cachibache que tenemos entre manos.
Demasiadas veces lo importante es tener 140 caracteres para construir un recinto de realidad, un evento, lo perfecto, concluido como una esfera sin osmosis.
Sin embargo, viviendo en Roma creo que lo perfecto y acabado no es de quí, o no lo era, al menos. Roma es imperfecta e imperfecto: el tiempo del contar, de lo que siempre está en devenir, de lo que se experimenta, de las historias y no pasa nunca a ser un punto definido, cerrado, de la Historia. Incluso las grandes obras maestras insuperables y testigos de la perfección parecen estar sumergidas en una corriente que no se para: no son islas sino cimas en un sendero. Quizás por todo ello los romanos se han olvidado de usar el pasado remoto, aoristo o pretérito indefinido, dejando todo en un pasado próximo que contiene la debilidad del recién nacido.
Recorriendo este sendero imperfecto y tortuoso, me encontré con un compañero de camino y sus historias. Algunas de esas palabras de quien ahora llamo mi querido amigo valenciano, Pablo González Tornel, las he descubierto en los libros La fiesta Barroca y Santo Tomás de Villanueva. Culto, historia y arte. Me senté a la vera del camino para contemplar y disfrutar con su trabajo.  Su voz primero y luego su pluma me mostraban el encanto y belleza de lo efímero, paradójicamente la condición primordial a la hora de considerar la historia: revivir lo que era con lo que nos queda.

De sus palabras nace esta reflexión y un estímulo para seguir mi camino. En Roma hay pocos lugares, aunque significativos, donde encontrar testimonios relativos a Tomás García Martínez, santo Tomás de Villanueva. No creo que muchos conozcan ni a este personaje –podría ser un don cualquiera con ese nombre- ni estos lugares, pero os invito con estas líneas a recoger estas huellas y encontrar todo un derroche de energías, sentimientos, bellezas que lo acompañaron produciendo momentos efímeros profundamente sentidos.

 
Capilla de S. Tomás de Villanueva de Giovan Maria Baratta, Ercole Ferrata y Andrea Bergondi. Iglesia de Sant'Agostino, Roma.
Su canonización el 1 de noviembre de 1658 no fue de las más sonadas pero estaba llena de ese espíritu de fiesta y sentimientos. Era una nueva representación colectiva en la que durante 8 días se montaba un gran espectáculo, un auténtico teatro en Roma con todo tipo de decoraciones pensadas para asombrar, hacer disfrutar, conmover, sorprender... No se trataba sólo de informar sobre este Tomás: agustino, confesor de Carlos I, arzobispo de Valencia, gran orador y famoso por su generosidad en ayuda de los más necesitados. Estos eran los datos, pero podrían ser otros, podrían ser más espectaculares o menos, lo importante es que se celebraba y, además, en una canonización, se celebraba Roma como representación de todo el mundo, incluido el ultraterreno de la Jerusalem celestial. Nada más y nada menos.
El evento era sentir y celebrar un triunfo al estilo de la antigua Roma: la victoria de cada hombre, aunque fuera el simple seguir vivo, era la victoria de Roma. El evento era sentir la belleza de compartir la alegría en una boda gigantesca, mientras Giovanni Maria da Bitonto, el encargado de la gran coreografía, iba vistiendo la basílica y la ciudad con la misma expectativa y sensualidad con la que antiguamente se preparaba a la esposa: paratam sicut sponsam ornatam viro suo.
Y así, en toda esta fiesta, en este sentir y consentir se gastaban fortunas, tiempo, obras de arte que luego se desmontarían, efímeras flores, todo ¿para qué? ¿Para celebrar un santo famoso por dar limosnas? Lo mismo que el frasco con el perfume caro, toda esta parafernalia, pompa, dispendio y aparato ¿no se podría invertir para dar a los más pobres? Un eterno dilema para el que no hay recetas. El placer de un perfume, una melodía, el gusto especial de un plato delicioso, un buen vino, una carcajada, un vestido especial ¿cuándo lo efímero es injusto? ¿Qué convierte su aroma en un daño que entristece en vez de producir placer? ¿Ante los dolores propios y de los demás cabe la ligereza de una danza?
Es la locura de la vida que se derrocha, que no deja de consumirse dando a cambio sólo el vivir, ojalá sintiéndolo y compartiéndolo. La gratuidad del arte, inconsciente y quizás por eso generoso como un fruto de amor, es como una música que llora o ríe pero que va más allá de la mera sobrevivencia para con-vivir, con-mover.
Ante el gran teatro y adornos, en la Roma de Alejandro VII, pienso que vale la pena todo el esfuerzo, trabajo, arte e historia que producen los placeres efímeros. Me asombro, los admiro y con placer los descubro con mis ojos convertidos en manos. Esa belleza efímera es una medida de la vida: no segundos, sino momentos, sensaciones.
Cuando el vino no es sabor y aroma sino sólo una mercancía, cuando un cuadro no es una fuente de deleite cada vez que se ve sino sólo una inversión, cuando una fiesta no es compartir emociones y vida sino un escaparate del propio poder... Entonces, en vez del placer que nos une en el tiempo y que en él se acaba, lo usamos para abusar y mostrar que es sólo de unos pocos que se lo pueden permitir. Cuando el placer es igual al lujo sólo los lujos producen placer. En ese momento el deleite no llega como un regalo, fruto de mi relación con las cosas, sino que está encerrado en mí, en la satisfacción de estar a mi disposición. Cuando dejan de ser efímeras para ser una posesión, cuando dejan de ser un regalo que la vida ofrece para ser un deber que exijo, la belleza, las más hermosas sensaciones, el arte que sublima lo vanal, todas, se hacen moneda, se estancan... y paso a vivir para contarlas en vez de vivir para disfrutarlas. En cierta manera, al intentar poseer, soy poseído, realmente enajenado, no con el éxtasis efímero que me hace superar los límites, sublime, sino con la limitación y pérdida de mi única propiedad, de mí.
Capilla de S. Tomás de Villanueva en la iglesia de Sant'Agostino. Curación de un poseído.
Cuanto más individuales son nuestros placeres más cerca estamos de querer encerrarlos como una posesión nuestra, como una satis-facción. Basta, medida colmada. Y así construimos sólo hórreos en vez de plazas. La alegría multitudinaria, democrática – de todos aunque hubiera jerarquías muy definidas-, transversal que en Roma explotaba por los motivos más diversos, lista siempre a aflorar y a desbocarse, ha construido tantos espacios: necesitaba el teatro de una ciudad.

Ahora, casi todas las funciones se han suspendido y, un poco nostálgicamente, la función primordial pasa a ser contemplar el mismísimo escenario, pasear por él, imaginarse otros actores, otras historias y actuar lo cotidiano como si nada fuera.

miércoles, 9 de julio de 2014

Buriel


El fuego no se puede contar y tampoco sus sombras. El fuego que estudiamos no nos calienta y es imposible imaginar el calor sin sentirlo.
Si hablamos de fuego enseguida me vienen a la mente conceptos como luz, intimidad, fiesta, compartir, calor; pero poco después surgen otros como incendio, cenizas, quemaduras, desolación.
Una potencia siempre compleja, ambigua o al menos paradójica: amorosa y destructora, cálida y vital o destructora y torturante que reduce todo a escombros carbonizados de donde se ha escapado la vida consumida en humo y violento crepitar. Estos dos aspectos son los que se dieron cita en mi imaginación al contemplar recientemente el arte del Baciccia en la iglesia del Gesù.
¿Por qué el Baciccia me quemaba y atraía al mismo tiempo?¿Qué concepto, con qué palabras, podría expresar estas dos caras de la realidad? Por casualidad inicial y búsqueda después, me encontré con el italiano ‘buio’. El ‘buio’ no es la oscuridad, no es una negación, sino un color y una situación existencial. Para desentrañar el contenido que encierran estas simples 4 letras me ayudó entrar en su historia, en su familia, seguir un hilo que salvando el laberinto del uso secular, fuera una mano a la que asirme para iniciar el camino sin volverme. Y qué alegría al encontrarme con papá ‘burius’ y mamá ‘urere’. Burius designa un color rojo oscuro, intenso pero apagado, un rescoldo, en el que se muestra la energía luminosa que fue en lo que que queda: los residuos de la combustión. Es siempre ‘burius’ el que está detrás del brown inglés y del braun alemán, designando en origen una extraña mezcla entre naranja y negro.
Entre los parientes del ‘buio’ italiano han quedado, como hermano pobre y casi desconocido en nuestros días, el español ‘buriel’ y la pequeña hermanita italiana ‘burella’ que da nombre tanto a un tipo de vaca lechera –bien morena para diferenciarla de las trabajadoras vacas blancas- como a una ‘oscura’ calle del centro de la bella Florencia.
En mi imaginación todo empezó cuando vestido con un paño buriel –ahora lo puedo decir- iba capeando los empellones del viento que se empeñaba en hacerme rodar hacia la plaza junto al palazzo Altieri. Buscando refugio del viento endemoniado me imaginé con los pies descalzos de los peregrinos caravagescos, uno más sin más, en la gran aula del Gesù, abierta, sin columnas: una plaza pero sin viento a inicios del s. XVI. Antes del gran Colegio Romano, antes de las universidades, antes de esa plaza cubierta de glorias en frescos, estuvo la gruta en la colina que hoy es Trinità dei Monti, los hospitales de fortuna, la casa de Santa Marta delle Mal-maritate. Brasas que han dado luz y se han consumido por un calor que no va más allá del conctacto, que no se puede fijar, que es un derroche de energías, que no produce intereses pero que se propaga y sin el que la vida sería un frío aburrimiento de muerte.



El Baciccia –siempre me hace sonreír el sonido de este apodo de Giovanni Battista Gaulli- no pinta la luz, incendia; su oscuridad son carbones, sus sombras tienen un cuerpo que danza. La maldad es un frío fuego fatuo y la gloria una pasión coral de llamas y cuerpos que se pasan destellos del incandescente blanco al tibio anaranjado. Los personajes son un pardo y contradictorio buriel: un paño de humilde humanidad contradictoria, capaz de alimentar la luminosa gloria acercándose a ella y quedarse como ennegrecido tizón al alejarse de la fuente de luz y calor. Enciendo una vela para tener cerca una luz de verdad, que se siente, baila, calienta. Frágil y voraz.
También buriel podría ser el color más apropiado a la hora de definir los vestidos de Ignacio conservados en su pequeñísima celda engullida por un laberito de pasillos y nuevas construcciones que a drede no la han digerido. También de buriel está vestido Ignacio en los frescos de Pozzo, y burieles han sido las vidas de José Pignatelli y Arrupe, separados por un centenar de años para no coincidir en vida y sólo por un metro para acercarles en la memoria de sus sepulcros. Por cierto, si José Pignatelli pasa desapercibido en su sepulcro, tiene un busto maravilloso del escultor Solá en el presbiterio: en su sepulcro, las cenizas; en el altar, la gloria luminosa. Parece que en la dura piedra se encarne el espíritu de sobrevivencia de la orden de los jesuitas: reducida a huesos, pero siempre determinada. Este aragonés, cuando ser aragonés podía significar tener raíces napolitanas, mantuvo vivo el rescoldo, oscuro pero cálido, de esta paradójica Compañía cuando se la había declarado difunta pero no acababa de morir. Y quizás la alegría y el razonado asentimiento que muchos experimentaban viéndola en su triste final se frustró con la descabellada ilusión de este aragonés por ser jesuita a pesar de la edad, de la familia, de su enfermedad, de la lejanía e incluso a pesar de que oficialmente los jesuitas ya no podían ser y no quedaba ninguno por estos lares tras la bula del mismísimo papa Clemente XIV. Grandes de linaje y recursos, como el delgado Pignatelli que nos muestra el mármol, que se queman ardiendo como ascuas en oscuras historias y luego dan a luz una gran hoguera. Tan sólo huesos, pero huesos de locura o enamorados, que en su nada descarnada tienen el paradójico poder de acercar, de congregar, de saltar más allá del poco tiempo en que eran auto-móviles para luego ser velas empujadas por un soplo de viento, divino para unos o endemoniado para otros, en ambos casos igualmente incomprensibles, como lo ardiente y oscuro, buriel.
Salgo a los aires furiosos de la plaza y me encuentro con el anaranjado atardecer que va apagándose: el ‘imbrunire’ italiano que tanto me gusta. Un tiempo que como nuestra alba, se viste de un color tan especial que le da nombre propio.
Una ‘apetta’, una de esas motos con remolque que parecen zumbar en el equilibrio inestable y juguetón de sus tres ruedas, pasó a mi lado. En su toldo de tela franciscana, escrito con letras blancas: Cavalier G. Zazzaretta, legnami (maderas). Me imaginé a Petronio haciendo entrar a esta hora del atardecer en su cena de Trimalcione al Cavalier Zazzaretta, jovial y mordaz, siempre listo a una buena salida irónica. Un auténtico nombre hablante, digno de una ocasión tan especial. Hay nombres que hablan, que suenan y resuenan, sugiriendo significados, jugando con otras palabras, trayendo a la mente imágenes. Nombres contradictorios, muy humanos, en una mezcla bien saturada de alturas gloriosas y lodos que cubren en las caídas.
Caminando ahora ya en la oscuridad que en Roma es ‘buio’, subo por via IV Novembre y paso junto a los Mercados de Trajano. Una torre inclinada, como de puntillas sobre el Foro de Trajano, se asoma para ver la ciudad en sus incendios apagados y sopla memorias para reavivar las llamas de la ilusión. A ver si vemos lo que será.