lunes, 25 de julio de 2016

Contubernales

Salgo de la embajada para coger mi bicicleta. Un guardia civil primero y luego un militar italiano de vigilancia ante la entrada me saludan. Varios turistas miran curiosos la gran bandera española y el portal que se cierra detrás de mí mientras siguen comiendo sus helados sentados en el borde del recinto de la gran columna de la Inmaculada. Hace mucho calor y me toca subir pedaleando por la cuesta de Capo le Case y luego Via Veneto. Al menos sé que al llegar a casa me espera una buena ducha.

Mientras pedaleo, al anochecer, recuerdo para no olvidar. Hay lugares y arquitecturas en los que uno se siente como con un buen traje: nada te falta, nada te da fastidio, todo te sienta bien sabiendo que es lo mejor en ese contexto, te permite estar cómodo y con seguridad, es original, se nota, sin saber bien por qué, sin excentricidades; materiales, forma y color en una armonía que hace juego y juega con tus ojos.


La escalinata de entrada de este gran palacio es así y quería retener la sensación, el tacto, de estar allí, subiendo lentamente hace unas horas, bajando aún más lentamente hacía sólo unos instantes. Es curioso como un lugar de paso se quede y me siente tan bien.

 Ya casi se termina la subida. Llego al semáforo ante la embajada de los Estados Unidos. Apoyo un pie en el asfalto y revivo el recuerdo de los pasos amortiguados por las alfombras, la sala en donde estaban dispuestas mesas y aperitivos, el salón de baile con un precioso tapiz que hace de telón de fondo a la mesa desde donde se hará la presentación, saludos, elogios, comentarios, círculos de gente que se conoce y se presenta. De vez en cuando se ve un conjunto matemático único, sin elementos de intersección, para más detalles. Resuena aún el eco de las palabras de la presentación del libro que me llegan desde lejos en medio del tráfico.

Es entonces cuando me doy cuenta de forma muy viva que esos momentos, -y los otros  momentos de mi vida-  podrían no haber existido para la inmensa mayoría de eso que llamamos ‘gente’. Para mí era muy distinto y para unos pocos que por ello llamo ‘amores’ con diversos nombres: esposa, hijos, amigos, familiares, vecinos, colegas... Hay momentos en que no ya ante el universo sino ante la inmensidad de Roma, sus gentes, sus historias, me veo como un loco que sigue intentando vaciar el mar con un dedal. Personajes que intervienen con nombres propios en la historia más o menos universal quizás reflexionen sobre el momento en que, antes o después, dejarán su labor, quizás en el momento de dejar la vida. Tal vez piensen sobre cómo la fama y la fortuna los tratará tras ese momento o cómo han llegado, tras un largo camino o improvisamente, a tener un nombre propio que muchos recuerdan y se pasan de boca en boca, de generación en generación. Con el dedal han empujado aguja e hijo bordando su nombre en el agua.

Verde. Monto de nuevo. Me gusta pensar que llevo en mí una voz –no sé a quien será debida-, que puede contar algunos cientos de historias a algunos que por trabajo, amistad o familiaridad, por estar cerca podrán escuchar. Palabras de viento y emociones que duran unos minutos, que se recuerden quizás unos años, pero que harán que vivan una cierta vida esos nombres. Les daré un cuerpo de palabra para que se vuelvan historia en mi pequeña pero única y vital vida. Una vida que es tal porque también puede pronunciar palabras que no llevan nombres sino el aliento de mi pedalear, una sonrisa, un simple ‘hasta luego’ o ‘acuérdate del pan’. Esas son palabras más comunes pero con tantos apellidos que son imposibles de contar. Parece que la fama y la fortuna pasean sólo por valles llenos de espectáculos y excentricidades, de riquezas o dolor y sólo en algunos casos, casi siempre con la ayuda de los siglos, lograsen alcanzar cimas desde las que divisar lo que quisiéramos fuesen los mejores retratos de nuestra humanidad.

Via Boncompagni. Termina la cuesta. Hay momentos en que los compañeros de viaje te traen historias que merecen su arte, que lo inspiran, que lo mueven haciéndose siervos y señores de fama y fortuna. Me lleno de alegría al recordar a Isabel Barcelò con su Dido, Reina de Cartago, luchando también ella para que su voz pudiera vencer la crueldad de un destino que parece inexorable. Con ella recordé una preciosa imagen del manuscrito Virgilio Vaticano, otra palabras anónima que desde el s. V sigue contando e invitando a contar la historia de esta mujer. ¡Cuánto me emocionó cuando la contemplé! Una simple imagen: entregada, sencilla, sin oropeles ni firma pero seguramente pronunciada con una fuerza que fortuna y fama no han podido borrar. Creo que ambas, paseando, eligen y dejan detrás historias como rescoldos de olvido tras la hoguera del presente. Creo que hay personas que saben soplar las ascuas, con paciencia, como Carmen en su Bosque de la larga espera.


Llego a Piazza Fiume. Sulpicio me espera. Once años tenía cuando murió en el s. I y no salió del silencio hasta la apertura de piazza Fiume destruyendo parte de las murallas, haciendo encontrar su sepulcro e incluso dando nombre a una calle. La fortuna puede cambiar todo pero necesita palabras para ser eficaz y perdurar dando la mano a la fama. Nadie mejor que Séneca para hablarnos de ella. Recordaba grosso modo sus palabras a Lucilio en las que lo alababa: supo ver que todos somos ‘con-siervos’ ya que la fortuna es un motivo más que nos une, aunque pudiera parecernos lo contrario. Más tarde, al llegar a casa las busqué. Me había olvidado de su belleza:
“Libenter ex iis qui a te veniunt cognovi familiariter te cum servis tuis vivere: hoc prudentiam tuam, hoc eruditionem decet. 'Servi sunt.' Immo homines. 'Servi sunt.' Immo contubernales. 'Servi sunt.' Immo humiles amici. 'Servi sunt.' Immo conservi, si cogitaveris tantundem in utrosque licere fortunae.” (Epist. Luc. XLVII). “Con placer he sabido por los que vienen a tu casa que tú vives familiarmente con tus siervos: esto es lo propio de tu prudencia, de tu erudición. Siervos son, es más, hombres. Siervos son, es más compañeros. Siervos son, es más humildes amigos. Siervos son, es más, con-siervos si consideras que en igual modo se concede a ambos la fortuna.”

Contubernales. Esta palabra no niega la distinción, pero afirma con fuerza que ambos están en la misma batalla, frente al mismo enemigo, con las mismas armas, con igual fortuna. En ese momento, cuando volente o nolente, tocan las tubas de la vida llamándonos, poco importan las diferencias que haya, sea por condiciones sociales, por legislación, por cultura, por creencias, edad, sexo... en cada época cambian, pero aquí estamos: contubernales. En servicio, compañeros si se tercia, de juergas y de luchas, en las que el único apoyo es quien está a tu lado, sea quien sea, para no caer.


Hay veces en que nos quedamos sin pareja, para bailes y lucha. Impar. Sin igual. “Quinta Vox Inconsonans”. Recuerdo estas palabras escritas en un tapiz misterioso que se halla apenas dejas el gran salón con baldaquino de la embajada y te adentras en las salas del palacio. En este coro, en esta sinfonía, se puede desentonar. Ser solista, tañir a destiempo, dar la nota mientras golpeas con tu martillo sin que se cree belleza o armonía, o quizás aceptar las leyes de una música que es más que una técnica, es el sonido de los engranajes armonizados del mundo, como intentaba decirnos Boecio.
Solo. Como cuando era niño y sin mirar atrás corría por el pasillo oscuro hasta entrar en mi habitación, subo por las escaleras y entro en casa. La oscuridad no tiene apellido ni nombre, lucha contra o por la fortuna y la fama que pasan. Escucho que me llaman, que hay un acorde en el que, sin voz, mi nombre suena: ya puede zarpar Eneas para su destino que yo viviré aún a precio de no ser cantado por el poeta.



viernes, 8 de julio de 2016

Exuberante

Quizás Michelangelo tenía razón. Quizás había algo en la leche de su nodriza que le había hecho probar el gusto del trabajo de escultor. Hay razones que a veces no pasan por la razón sino que se quedan como un recuerdo aparentemente de otra vida, un sabor o un olor que nos parecen entrañables. Quizás su nodriza, casada con un cincelador, le había transmitido un cierto sabor a polvo de mármol unido a su leche, determinando lo que luego sería su trabajo. Quizás se lo tenía mamado.
Lo que sí es cierto es que nada en los primeros tiempos de nuestra vida, si mal no recuerdo, da tal satisfacción y produce efectos tan beneficiosos como mamar. Si el cordón umbilical queda en lo escondido de una relación ‘a ciegas’ cuando llega el momento de dar el pecho y recibirlo se aclara todo, todo se hace explícito, más sentido, con sonido, tacto, gusto: exuberante. Tras el parto, este es el momento de la ratificación de un pacto que los hombres sólo podemos contemplar pues los protagonistas han pasado de la sangre a la leche, no sin grandes sacrificios.
En algunas zonas y períodos de la historia algunos hombres, por celos de este pacto especial, quisieron reducir al mínimo esta fase de la lactancia ya que por un cierto tiempo los excluía del poder absoluto sobre la prole mientras la mujer era imprescindible, dueña, y se entregaba en modo tal de satisfacer un placer vital que iba más allá del deseo sexual.
Antes de seguir adelante tengo que decir que no es el calor de Roma en estos días el que me inspira estas palabras. Sí, yo también sonrío con un guiño pícaro pero no he querido renunciar a poner por escrito y, por tanto, pensar un poco, en varias circunstancias que en esta historia romana mía me han acompañado últimamente.
En primer lugar, tanto en Roma como en Madrid, dos sobrinos míos a los que he visto recientemente, ambos a punto de cumplir 2 años, con sus manitas buscaban la seguridad de la teta materna. Quizás son detalles de vida íntima que no vienen al caso, quizás pueden interesar a analistas comportamentales –seguramente más preocupados por mí que por los niños- o quizás son dos momentos en los que esa búsqueda y ese ‘eureka’ han despertado mi atención. Mirar y no sólo ver este encuentro, especial y cada vez más raro, entre una madre y su bebé. Un encuentro que he vivido lo más cerca posible en cuanto padre pero sobre el que seguramente no había vuelto a pensar desde hace demasiado tiempo.
'La Madre' de A. Cecioni en la GNAM de Roma

En segundo lugar, una escultura. Hace un par de días, una tarde tórrida, tras un paseo buscando el fresco de Villa Borghese llegué hasta la Galleria Nazionale di Arte Moderna. Allí me encontré con ‘La Madre’ del escultor toscano Adriano Cecioni. Los rostros, las manos que sostienen y reclaman, el pecho descubierto, me hablaban de nuevo de ese pacto exuberante. Un prefijo, ex, que refuerza el participio activo del antiguo verbo uberare: fertilizar, producir, hacer fértil (en su forma transitiva) y también ser fecundo (intrasitivo). Una vida que se personifica en forma de ‘uber’, ubre, que se derrama, que habla de abundancia, de una tierra fértil que mana leche y miel porque es fértil y hace fértiles a los que la pueblan. No basta el poder de concebir sino que inmediatamente se requiere el poder de alimentar, de hacer crecer. No basta el inicio escondido de la vida sino que hace falta que se despliegue en una historia en donde el aire, el sol, los sonidos puedan confirmar que somos pobre y maravillosamente mamíferos. No es sólo un hecho de clasificación biológica, no es una limitación de la que prescindir, no es una práctica retrógrada de tiempos con menos cultura sino una condición de la que partir para poder estar bien plantados en este mundo, habiendo des-ayunado por primera vez ubérrimamente, con caricias y leche.
Sette opere di Misericordia, Caravaggio, en el Pio Monte della Misericordia de Nápoles

A todo ello, inevitablemente, se ha sumado Caravaggio al que parece que nada de lo humano se le haya escapado y que se divierta haciéndomelo notar. En el fresco de la sala de la GNAM mientras observaba el vuelo del niño ante su madre, me acordé  del cuadro de ‘las 7 obras de misericordia’ que contemplé durante un reciente viaje a Nápoles. En la parte derecha del cuadro encontramos una escena que puede parecer rara para nuestros días pero que era un clásico desde tiempos de Valerio Máximo y que el genial pintor utiliza para acumular dos obras de misericordia: Una joven de nombre Pero está ante los barrotes de una celda en donde se encuentra su padre Cimon, condenado a morir de hambre. Ella lo salva dándole de mamar y, cuando las autoridades lo descubren, en vez de condenarla consigue que su piedad suscite la de los jueces. Fértil y fertilizadora caridad. Misericordia y abundancia, imagen de la caridad, de la ‘pietas’ romana y de cómo se entiende en forma radical el ‘dar de comer al hambriento’. En este caso, todo tiene tintas fuertes pues la acción parece algo innatural: una hija en actitud vigilante y temerosa que alimenta a su padre indefenso, un viejecillo que no inspira ternura aunque sí compasión, y lo alimenta no con pan o frutos sino con su leche ya que no se podía acercar a él con ningún alimento. Es como si viéramos la astucia de un diseño que nos da la capacidad para llevar y dar vida puesto en acto sólo con la llave del amor, con nuestra decisión de darnos más que con la de dar algo.
Riposo durante la fuga in Egitto, O. Gentileschi, Kunsthistorisches Museum de Viena.

Me siento, por suerte se puede en este museo. Una visita, con manjares hermosos, es como una comida y a falta de triclinios... Sin embargo, al hacer esta pausa noto el cansancio del día bochornoso que ha comenzado demasiado pronto. Con el sueño, sueño, y me veo como aquel san José durmiendo a pierna suelta durante la huida a Egipto en el cuadro de Orazio Gentileschi. Él consigue dormirse en cualquier posición, ni se da cuenta de lo que está pasando a su lado. Imagino que habrá sido un día agotador también para él que ya no es un jovencito. Al fin han llegado a un lugar un poco resguardado y, sin más miramientos, descarga el burro a prisa y corriendo, y se echa a dormir. ¡Qué ausencias dolorosas! Casi un emblema de la condición masculina: no nos enteramos cuando ella concibe o dormimos cuando lo alimenta. Mientras el sueño tranquilo y beato vence a José, María se derrama en una de las poses más bonitas que recuerdo, símbolo de poder delicado, de sólida suavidad, de recostada energía, de carne celestial. Una postura que me habla de cómo no sólo el cielo es capaz de su via láctea, sino también la boca de un niño. Un camino lácteo hacia Egipto y hacia el poniente recordándonos desde entonces que nada de lo nuestro es vano, que también Jesús recibió las caricias y la exuberancia de la vida para hacerlo hombre, antes que el dolor y la sangre lo demostrasen también de otro modo más cruel aunque no más real.
Miro de nuevo ‘la Madre’ y no me parece una mujer encadenada a una obligación fisiológica, aunque imagino lo que podría suponer como esfuerzo y dedicacion criar un hijo a finales del s. XIX... y también hoy. Este cuerpo de mármol no tiene recuerdo de los dolores mensuales, del parto, de los pañales, trapos y ropas lavados sobre el pilón rugoso, de los trabajos para ganar alguna moneda, de la logística del ahorro, de los fardos, del desprecio o los odios, de las violencias por parte de quien pretende reducirla a una cosa o una propiedad. Esa segura exuberancia o ubérrima seguridad de estar en pie con el niño en sus manos o reclinada descansando en un suelo más digno que un trono, se trasluce, mana, aparece en estos momentos para decirnos que está ahí, que está siempre, que vence queriendo las viejas condenas que muerden su calcañar.
Según me cuenta mi madre, y si mal no recuerdo, tomé muy pronto el biberón –ella tuvo pocos momentos de descanso en su camino- y aunque a veces lamenta el no haber podido darse más, sé que lo hizo en tantos modos entregándose siempre en esa exuberancia que acompaña al amor y hace crecer la vida.