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viernes, 18 de septiembre de 2015

Una línea de sombra

No es una casualidad que encontrando a Antonello haya saludado a Joseph Conrad, Ludovica Albertoni, Antonio Muñoz, a Maria Mancini e incluso a Manuel Godoy. ¿Y de dónde salen? Es lo que os quiero contar esta vez.
Antonello tiene una voz amable y pausada al teléfono. Una voz de una exquisita educación y sobre la cual viajaban en orden y concierto frases claras, con la armonía musical de una sintaxis aparentemente espontánea y bien construida, propia de una educación en la que las formas eran parte del contenido. Fue un placer citarme con él al día siguiente en el número 2 de Piazza Campitelli.
Dejando el tráfico de via del Teatro di Marcello llegué a una plaza que constituye otra de las múltiples islas de la ciudad. Tiene forma de rectángulo irregular delimitado por varios palacios del s. XVII y uno de los ejemplos más imponentes de fachada barroca en la iglesia de Santa Maria. No podía faltar una bonita fuente diseñada por el omnipresente Giacomo della Porta.
Al llegar al número 2 veo que corresponde al palazzo Albertoni Spinola, una de esas maravillosas cajas en las que albergar mil cachivaches, preciosas joyas de recuerdos, cientos de historias y de paredes multiformes construidas y reconstruidas durante más de dos mil años.
Fue preguntarle al portero por la libreria ‘Linea d’ombra’ del señor Antonello y recibir la sensación de la brisa del mar. Hasta ese momento en el que pronuncié en voz alta el nombre de la librería, no habían aflorado los recuerdos de las sensaciones vividas mientras leía el maravilloso relato de Joseph Conrad The Shadow Line: A Confession. Fiel a su misión de consejero y celoso vigilante, el portero me observó unos instantes y luego me indicó que la librería se encontraba pasando la puerta que se abría al final del patio del palacio.
Tras las sombras del patio, tras la línea de sombra de la puerta, lucía el sol. Una línea que era mucho más sutil y vanal de la narrada por Conrad pero que no dejó de recordarme las ilusiones, los sueños y responsabilidades de quien inicia a surcar los mares de la vida como capitán, al fin, de su propio velero: dejando un mundo de posibles para encontrar lo propio.
Antonello, charlando con su hijo, sentados ante la puerta del local, son los únicos letreros de esta Linea d’Ombra. Un apretón de manos y poco después me entrega el opúsculo de Antonio Muñoz titulado ‘Sinonimi del dialetto romanesco: novanta modi per dire imbecille’.  Mientras mis manos recogen el libro él se da cuenta que mis ojos vagan por las estanterías. Sonríe y me deja curiosear indicándome la zona dedicada a los libros sobre Roma.
Antonello en su Linea d'Ombra

Allí, en la línea de sombra de la estantería me encuentro con Maria Mancini. Ella, desde el año pasado, es un personaje que me saluda cada dos por tres desde los rincones más inopinados de esta ciudad. Siguiéndola he ido viajando por la corte más fastuosa de Europa en el s. XVII pero también en sus caminos más oscuros. Me he adentrado en la vida de su tío el cardenal Mazzarino, del joven Luis XIV enamorado de ella, de su matrimonio con Lorenzo Colonna, sus hijos y su fuga para recorrer Europa con una de sus hermanas. Una mujer hermosa y de gran carácter que de vez en cuando tengo el placer de saludar por las calles de Roma. Juraría que incluso me guiñó un ojo desde la fachada de San Anastasio.
Abrí el libro y esta vez lo que leí sobre ella, escrito por el mismísimo Voltaire, me decidió a comprarlo para conocerla más.
Maria Mancini y Luis XIV

No podía quedar retratada en esas palabras como una mujer-circunstancia, una ocasión para que se mostrase el gran ánimo del Rey Sol. Esta no era la Maria Mancini que yo había saludado y seguido aunque fuera de lejos, desde la otra acera de la calle del tiempo.
“La próxima vez que vengas te enseño el depósito, es un gran salón en este mismo palacio.” Con esta frase Antonello me dio el cambio. Me había hecho un descuento pero también un anuncio, rentable para ambos. Saludé a ambos, padre e hijo, con la promesa de volver pronto.
Al salir noté varias puertas abiertas hacia el patio y el pasillo de entrada, todas ellas precedidas del letrero Work in Rome, con interiores bien iluminados y de muebles modernos. Siguiendo atávicas costumbres, antes de consultar el oráculo de Google, le pregunté al portero. Me dijo que el patio se había convertido en un ir y venir de gente pues lo había ocupado esta empresa que se dedicaba al alquiler de espacios laborales compartidos. Por horas, días o meses puedes tener tu sala o simplemente tu escritorio con vistas al patio del palazzo Albertoni Spinola. Albertoni, Albertoni ¿de qué me suena? Claro, ¿como no caí antes? Roma se divierte a jugar al escondite. Este vez la vi. Panda por Ludovica.
Se escondía en el Trastevere pero su apellido no se me borró de la mente, ni su historia, ni su imagen convertida en una maravillosa estatua del Bernini. Ludovica Albertoni es otra mujer, otra gran historia que muchas veces queda eclipsada como si también ella fuera una simple circunstancia, como si fuera sólo el nombre de una mujer hecha inmortal por el gran Gian Lorenzo. Ir más allá de su piel de piedra no es fácil, precisamente por ser una piel tan hermosa y llena de significado. En el caso del éxtasis de Santa Teresa, en la iglesia de Santa Maria de la Victoria en Largo Santa Susana, la gran mujer castellana consigue, al menos para algunos, no quedar encerrada en su imagen y hacerse palabras, cobrar vida, tacto. No así en el caso de Ludovica en el que su existencia de mujer casada, madre, viuda y protagonista de la vida romana a finales del s. XV e inicios del XVI queda resumida en un movimiento fijo, encarnación estática en la piedra de un éxtasis yacente.

Volví a contar en este juego del escondite. Cada paso un número. 20.
Estaba de nuevo en la plaza, miré la fachada del palacio con ojos nuevos, imaginando las historias de las familias que lo habitaron, reformaron e incluso afearon con el último piso, añadido como un pegote, una costumbre impuesta con la nueva Roma de una Italia al fin unida y con una gran especulación edilicia para convertirla rápidamente en una capital. Poco antes de que el Papa dejara de ser monarca de los Estados Pontificios, este palacio fue propiedad de Manuel Godoy. Tras Trafalgar, Fontainebleau y el Motín de Aranjuez, Godoy y Carlos IV llegan a Roma dejando atrás mil peripecias e intrigas en tierras francesas. Aquí el otrora omnipotente ministro compra la preciosa Villa Celimontana, al lado del Coliseo, la reforma y sigue tejiendo sus redes diplomáticas, sorteando la animadversión de Fernando VII, viviendo en la ciudad del Papa su relación con Pepita Tudó primero de forma más o menos clandestina y luego dando inicio a una nueva etapa de su vida con el matrimonio celebrado por el cardenal Bartolomeo Pacca. Dejando el título de Principe de la Paz pasa a ser Príncipe de Bassano y el cardenal Pacca, a su vez, se convierte en huésped de Godoy en el palazzo Albertoni. Hagan juego, señores, hagan juego. Poco después se irá a París abandonando sus posesiones. Rien ne va plus.
Lugares de Roma que convocan antiguas historias, personajes que siguen mirando desde sus ventanas. Basta un libro, un patio, un portero, Antonello, una línea de sombra... y nuestra imaginación para devolverles cuerpo, pasión y palabra a los que sólo eran nombres, una imagen y datos.