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viernes, 2 de marzo de 2007

Una noche ante la Torre

Paso a paso, en silencio, Armando y Eneas fueron subiendo primero por via Cavour, ancha y señorial, para entrar al poco no sin un sobresalto de misteriosos presentimientos por parte de Eneas, en Via in Selci. El trazado irregular de los oscuros sanpietrini, el aire frío de la noche que bajaba afilándose entre los altos muros de piedra de pequeñas y altas ventanas, la ocuridad y el silencio atemporales hacían que Eneas buscara con la mirada los pies de Armando concentrándose en el camino que tenían que hacer. Al final de la subida con un movimiento inconsciente Armando sacó del bolsillo de su chaqueta unas grandes llaves de oscuro metal. Eneas no sabía dónde estaba ni le interesaba. Ahora se daba cuenta de que tenía ante sí una gran torre plantada en mitad de una plaza. La sensación que tuvo es como si estuviera fuera de lugar, como si su mundo la hubiera abandonado, como un viejo que ha vivido demasiados años y no le rodeasen más que los recuerdos de los que un día vivieron con él. Armando ya había entrado y él se apresuró a seguirle. Tenía ganas de sentarse, sentir el olor de una casa y aclarar un poco sus ideas, el motivo último o primero de su viaje a Roma.
Retumbó en el silencio del patio interno el golpe de la gran puerta de madera encerrando todo en sombras. A tientas, siguiendo el sonido de los pasos de Armando empezó a caminar por lo que suponía un lateral del patio porticado. Poco a poco se iba acostumbrando a la oscuridad de aquella construcción que hacía real la noche, oscura como no lo es nunca ya en la ciudad, antigua como en el origen de su tiempo y durante su historia. Subieron por una amplia escalera que se abría en una de las esquinas del portico. Otra llave y una tenue luz los acogió. Era un único ambiente con un suelo que parecía cálida tierra rojiza, sin nivel, surgiendo sin aparente diseño y sin más cohesión que el tiempo y la forma, entrando en el tacto rugosa y cálida como una piel de pescador. Hermanos de una familia de piel oscura una gran ‘madia’ de madera, un armario bajo, una cama, una escribanía y una gran librería se protegían amparándose en el los burladeros de los grandes muros. El techo era altísimo, casi en penumbras, como si sus negras maderas fueran la tapa de un gran tonel de roble que conservara el aroma del tiempo. Olía, de hecho, como las viejas hojas de un libro viejo.
-¡Qué maravilla! Exclamó Eneas encandilado ante la maravilla que tenía ante sí.
En la pared opuesta a la entrada había una pequeña lámpara de plata limpísima en la que ardía una mecha flotando en aceite. Parecía que un diminuto fuego surgiera de cada resplandor de aquel objeto en llamas. El metal era la luz y la llama su excusa.
-Te gusta, ¿eh? Es lo único que me queda. Lo único que es realmente mío.
-Nunca había visto nada igual.
-Hubo una época en la que Roma volvía a recobrar la alegría de un tiempo. Fue allá por incios del siglo IX. Volvían las calles a estar llenas de estandartes. Se oía de nuevo el ruido de los carros de bueyes para el transporte de los materiales e incluso entrando en las tabernas se podía uno topar con gente que opinaba sobre una nueva fachada o torre, sobre las imperfecciones o maravillas de algunas pinturas. Todo con bastante buen vino y mejor humor, llamándose las personas unas a otras con títulos romanos –¡salve, Patricius! ¡Cuánto tiempo sin verla Senatrix!- pensando toda la ciudad ser de nuevo la ‘madre del Imperio’. Esta es una de las lámparas menores que Pascual I regaló para la iglesia de Santa Prassedes. Es mi heredad, la última huella de mis antepasados los Capocci, un día señores de estas colinas que dan nombre al rione Monti, junto con este espacio al final del Vicus Suburanus.
De repente Eneas sintió un peso que ni Atlas en sus mejores tiempos podría soportar.
-Por favor, sentémonos un rato para charlar.
Apenas consiguió subir a la cama. Nada más relajar sus músculos se quedó dormido con la luz de la lámpara brillando como un punto luminoso en sus pupilas.