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martes, 10 de diciembre de 2013

Pozos

Muchas veces tenemos a nuestro lado lugares llenos de historias pero las historias no se ven, o, mejor dicho, no se cuentan. Son muy discretas y no viven sino en los labios, en los ojos, de quien las busca. Es como si de cada una de ellas quedara en el mejor de los casos sólo una letra capital, como si los lugares no tuvieran espacio para contener más, cediéndolo a la vida que corre. Para las historias hace falta tiempo pero sobre todo hace falta rescatarlas de ese no lugar que está más allá del tiempo. Ante la corriente del ‘todo pasa’- un río impetuoso de eventos que nos lleva y al que afluimos, muchas veces turbolento y turbio- algunas veces podemos contraponer el agua, siempre fresca, decantada, de un pozo.
Dejo caer el cubo de mi curiosidad en un pozo situado en un claustro. Con la cuerda bajamos cientos, miles de años, y recogemos mezclados en infinitas combinaciones, los elementos de otras mil historias.


Estamos en el patio de la Facultad de Ingeniería. Entre chicos coronados de laurel que han conseguido su licenciatura empiezo a escuchar el sonido de aquellas carreras memorables de los Ragazzi di via Panisperna. Pasos entusiastas y acelerados por la emoción de los secretos que estaban esperando. Muchachos de veinte años, físicos como Enrico Fermi, que vivían entregados a un mundo invisible pero de efectos realmente impresionantes. Un mundo insospechado que necesita de nuestros precisos ‘bombardeos’ para llegar al núcleo y liberar energías increíbles. Curioso. Igual, igual que las historias. Y como ellas, siempre comunicantes. Formando el tejido de la realidad pero escondidas en la superficie del conjunto, allí están: pequeños átomos, historias y grandes cisternas, como las de las termas de Trajano, con nombres de historia de las mil y una vidas: Las Siete Salas.
De pozo a pozo y seguimos jugando. Allí al lado, bajo las cadenas de oriente y occidente al fin unidas, nos asomamos a un nuevo brocal. Esta vez es una cripta que contiene un sarcófago. En el frontal de piedra encontramos otro pozo. Es inagotable. Este es famoso por palabras pronunciadas hace siglos en la polvorienta Samaría. Palabras que le han dado un nombre y que han transformado su agua en vida: sensibilidad, movimientos, cambios, relaciones. Palabras y agua. Esculpidas a ambos lados dos figuras, un hombre y una mujer. Por la sed ambos se han acercado y él los ha hecho encontrar. Así también nuestro pozo nos hace encontrar curiosamente, como agua y ecos de voz, la lejana historia de Antíoco IV, de Matatías, Judas, Jonatán... los Macabeos y también de aquella familia en donde una madre y sus 7 hijos se convierten en mártires, testigos que siguen allí hablando de su pasión a quienes por conocerla, por sentirla, pueden tener con-pasión.


Se enciende una luz. Una lámpara con nueve brazos. Suena la música de una fiesta. La cripta se ilumina con los sonidos de una cena entre amigos y familiares, repetidos en la memoria de un recuerdo anual: la hanukkah. Luz para los días más oscuros. Luz para la nueva y última dinastía de reyes, para la última dedicación del gran templo de Jerusalén. Una luz que no se acontenta con un día, consumiendo un tiempo con cuerpo de aceite que escapa inaferrable. Necesita 8 días para mostrar su júbilo, para celebrar con su baile de brazos alzados la abundancia el estar vivos, una nueva victoria, sin engaños –es luz con sombras- pero sin dejarse apagar por la certeza de las nuevas batallas, de los martillos que siguen resonando: martillos que forjan armas y que suenan igual a los martillos que forjan cadenas, que suenan igual a los que forjan las campanas que tocan tras el concilio de Éfeso y a los de Antonio Pollaiolo sobre su bronce. Agarrados con fuerza a estos sonidos tiramos hacia arriba sacando aguas con gozo. 
Al salir del pozo nos encontramos la mirada severa de Moisés. Nos conoce bien, pero ya ha pasado su enfado. Tiene de nuevo las tablas de la ley y sus ‘cuernos’ por un resplandor de gloria, su rostro convertido en una llama, encendido también él por un encuentro. Su luz ya no está prisionera, como no lo estaba el arte en las manos que lo cincelaban. Mármol que de prisión se convierte en palabra, es más, en luz, en fuego que se eleva ‘ad sidera flamma vocatur’. Quema por su belleza y por el deseo de más. ¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él? Grande e ínfimo, ardiente, no sólo en lo que hace sino en lo que desea, de lo que es capaz.
Antes de salir nos saluda Nicolás de Cusa. Juega también él echando palabras en el pozo del saber: docta ignorancia. Le sonrío complice en sus aventuras y tengo ganas de alzar la mano para brindar a ese ser únicos, esa única vida que nos acerca.