Desde el balcón contemplaba el
movimiento de la plaza. Franz se movía con gracia y seguro de sí. Sabía que él había notado su presencia y el poder de sus miradas tras un abanico que la celaba y al
mismo tiempo la hacía blanco de tanta curiosidad.
Al mismo tiempo, Swanilda y otras chicas aparecen con unos
apuestos soldados de permiso, tejen sus palabras y gestos en la algarabía
general, entre las alegres notas de una primavera que hace olvidar el cuartel y
los trabajos para dedicarse a la danza de la seducción.
Coppelius también está en la plaza
y observa, participa secretamente recogiendo la excitación de la vida que se
derrama buscando cauces entre los jóvenes. Ha dejado atrás su juventud pero
siente en sus manos un poder casi divino que lo hace sentirse ufano,
satisfecho, más fuerte de los pobres jovenzuelos que inconscientemente juegan
con su tiempo y sus energías. En su casa, en ese mundo que se ha creado, sus secretos
están bien custodiados. Mientras los mozos se deshacen en mil cabriolas ante
Swanilda él ya tiene la suya.
Ella contemplaba todo desde su
balcón: su lugar y ella misma pertenecen a Coppelius. Quizás ella misma es un mero objeto decorando ese lugar. Es así y no tiene adonde
ir. Desde allí observa los círculos de miradas que se van creando en la plaza: de
Coppelius a Swanilda, de Swanilda a Franz, de Franz hasta su balcón. Todos
persiguen algo y buscan sin encontrar. Sólo ella parece reposar tranquila tras
su abanico, sin buscar, sin moverse, perfecta como un motor inmóvil que hace
girar entorno todos los personajes atraídos uno a uno por su gravedad.
El círculo se rompe cuando
Swanilda encuentra una llave. Se le cayó a Coppelius y Swanilda lo sabe. Sabe que
en aquel balcón, en aquella casa está la clave de su incesante danza en pos de
Franz. Esa llave es la clave. Miedo y audacia.
Entra, y entre aquellas cuatro paredes ve
artilugios, mecanismos y muñecas, un mundo que Coppelius ha creado y gestiona
como dueño absoluto, con un movimiento rítmico que emana de sus artes. Es una
vida de hilos invisibles. Coppelia, la muñeca autómata, hermosísima, sentada en el balcón, no decide.
Es asombrosamente parecida a ella. Se mueve por sí misma pero no tiene metas.
Su belleza está determinada, pintada como su sonrisa y no puede corresponder a
ningún amor. Tiene peso y crea la ilusión del movimiento pero sólo porque su
dueño se mueve, la quiere pero sin hacerla querer. Coppelius no es Frankenstein.
Su autómata es una mujer, en todo igual a la más hermosa de las muchachas, nada
la distingue en apariencia... pero no viaja, no decide, no siente ni odio ni
venganza, no se siente distinta ni pretende ser igual, no busca compañía en un
semejante, simplemente se deja. Su mundo se cierra entorno a la compensación
que apaga los deseos de su creador... aunque Coppelius sueña con ser
correspondido con las novedades de la libertad.
Coppelius regresa a su casa preocupado
por la llave perdida y temeroso por la importancia de sus secretos. Swanilda se
esconde al verlo llegar. Y todo se complica. Cuando Franz ve la puerta abierta
entra también en aquella casa con la esperanza de encontrar aquellos ojos
misteriosos que lo miran tras un abanico.
Coppelius al ver a Franz sabe que
no puede dejarlo salir. Se quedará para siempre en su mundo. No puede permitir
que ese mundo perfecto quede expuesto como el lugar de un pobre loco. Y
entonces surge la determinación: Franz es la ocasión que estaba esperando.
Necesita su vida para alimentar con ella la inerte materia de su amada
autómata. No posee el arte divino de crear, de dar vida a lo inerte, sólo puede
engañar y sonsacar. No se ensucia, no se enfrenta con la materia siempre mostruosa de la
muerte. Él busca sólo la perfección del artista enamorado de su obra: mira la
realidad y se rebela ante sus defectos. En el fondo no quiere el cuerpo y alma de la pobre realidad humana,
sus cambios, sus defecciones, la posibilidad de que te salga rana. En eso, el
monstruo creado por Frankenstein, era realmente uno de nosotros. Y eso da
miedo.
Swanilda, mientras tanto, observa
lo que pasa y no sabe cómo intervenir. Aquel mundo entre 4 paredes la asusta.
Cuando ve a Franz narcotizado y lo que pretende hacer Coppelius decide entrar en
escena. Se viste con la ropa de la hermosa mueñeca y empieza el juego de quien
se mueve dentro de un cuerpo de metal pero con la vida y voluntad sonsacadas a
Franz. Coppelius está feliz y desconcertado. Por primera vez su creatura no es
del todo suya, lo nota. Ni la violencia ni la zalamería la hacen estar bajo su
poder. Al final ella consigue destruir todo ese mundo artificial. Franz
despierta de su doble sueño para seguir viviendo y reconocer al fin que ama a
Swanilda.
Coppelius se queda con los restos
de su muñeca entre las manos, sin misterios, sin secretos, provocando pena
mientras la vida continúa nuevamente en la plaza, en el mundo real más allá de
aquellas 4 paredes.
Palabras dichas con música y
danza. El tiempo ha volado entrando en esta fábula real, saliendo del Teatro
dell’Opera hacia el mundo que estaba en el palco. Un viaje de sentimientos e
imágenes que me han traído muy lejos para desde aquí ver también el cuadro de
nuestra vida cotidiana, el gran teatro del mundo lleno de autómatas, Coppelius
y enamorados buscadores de alguien que les corresponda, monstruos terriblemente
diversos condenados a no encontrar un próximo y muñecos de perfección encerrados
en su mundo sin defectos. Un paso y otro, con miedo, sonriendo o con torpeza
también nosotros danzamos.