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lunes, 25 de mayo de 2015

Roma, un mar de aventuras

Hace unos años contaba historias por la noche a mis niños. Ahora que son chicos de vez en cuando aún me permiten sorprenderles con algún relato. En esos momentos atan como un anzuelo mis palabras y, atentos a no marearse con el vaivén de las olas iniciamos a perseguir con paciencia, dando hilo, esa historia que ha picado en este mar romano.

Ésta es una de ellas.


Todo empezó una bonita tarde de primavera junto a la Pirámide de Roma. En ese momento el sol intentaba sonrojar su piel de mármol recién lavada y yo paseaba solo recogiendo recuerdos. La pirámide, ya vacía, sigue conteniendo el recuerdo de Caio Cestio que a finales del s. I a.C., en plena moda egipcia tras la conquista romana, la quiso construir como cápsula para viajar más allá del tiempo. Pero esta es otra historia y esta casi se nos escapa. Espera, espera. 

Cementerio Acatólico con la Piramide Cestia

Paseaba tomando apuntes e imágenes en la tranquilidad de un pequeño cementerio que empezó a extenderse a la sombra de la pirámide desde el s. XVII, un cementerio un tanto especial: allí se enterraban, al principio sólo de noche, las personas que no eran católicas, oscuridad de la tierra y el cielo. 

Mientras las sombras se extendían y se acercaba el momento de irme me pareció ver a lo lejos una chica que me hacía señas agitando en su mano una especie de corona. Fui hacia el lugar en donde me pareció verla. Me acerqué a paso rápido hasta que la ví, sentada ahora en el borde de una tumba, entre dos pequeñas columnas con los nombres de quienes allí descansaban. Para acercarme caminaba ahora despacio intentando que mi respiración y pasos emocionados no destruyeran el silencio evocador pero al mismo tiempo con la sensación de ser un cazador felino que no separa la mirada de su objetivo. 
El aire fresco de la tarde arremolinaba sus cabellos cortos y su largo vestido. Al oir mis pasos sobre la gravilla –no tengo precisamente el paso de mi gata- se puso en pie y me miró. 
- Buenas tardes. Saludé al llegar junto a ella. 
- Es una buena tarde y será una bonita noche. Me dijo.
- Eso parece. 
- Dentro de poco van a cerrar, ¿lo sabes? 
- Sí, me estaba yendo cuando vi que me hacía señas. Esa es una corona de laurel como la que llevan los recién licenciados ¿verdad? 
- La he traído como un recuerdo para ellos, pero yo no hice ninguna señal. Lo dijo mirándome como si me conociera de toda la vida. Luego se dio media vuelta y dejó la corona sobre una lápida en el centro de la tumba monumental. Luego me tendió la mano mientras se despedía diciéndome: 
- There are more things in heaven and earth, Horatio, than are you suspect your Philosophy... Espero que aquí descubras algunas. ¡Qué pases una buena tarde! 

Me quedé allí plantado no sabiendo qué hacer, sin acompañarla hasta la salida aunque hacia allí me habría dirigido de no haberla encontrado. Junto a la corona me di cuenta que había un sobre. Furtivamente me agaché y luego me lo metí en el bolsillo. No resistí la tentación. Eso sí, esperé un poco en respetuoso silencio y justo cuando mi reloj indicaba las 16,30 me encaminé hacia la salida. 

Al llegar a casa abrí el sobre lleno de curiosidad. 

"No dejes de recordarme. Déjame siempre, al llegar la tarde, tu recuerdo hecho laurel que con su perfume evoque la eterna gloria y la perecedera humanidad. Nunca olvidaré la ilusión con la que me acercaba sigilosamente siendo niño para asustarte mientras estabas apoyada en una columna del porche de casa en Virginia, tu mirada hacia océano y tu vestido flotando hacia el río York, ondulando sobre la brisa salada. El tiempo no pasó en vano y para hacerme hombre de mar me fui, me embarqué listo para cientos de borrascas al saber que vendrías conmigo, Gloria. Esperando, imaginándote en cada puesta de sol, recorrí las Antillas, vencí la fiebre amarilla, me convertí en comodoro y luché contra los piratas del mar de la China... y luego, mucho más ¿te acuerdas de nuestras aventuras en los ríos Bermejo y Paraguay a bordo del Water Witch? Incluso mi hijo Juan me acompañaba entrando por las venas de estos ríos, aventuras de lugares que eran mi herencia sin propiedad. Nos adentramos en lo más profundo de esta tierra fuerte recogiendo sus formas en datos e imágenes, trazando para ti y para los que quisieran seguirnos, los caminos fluviales allí donde no había límites. Juan quedó allá y yo te seguí. Me llamabas. Sabía desde dónde pero no hasta dónde, entregado siempre, hasta donde quisieras.


El Stonewall entrando en el puerto de El Ferrol
Con orgullo volví a la desembocadura de mi querido York para verlo teñido de roja sangre, una corriente que se extendía y llegaba al océano. ¡Qué tempestuosa Guerra Civil! Sin norte, perdido en mi sur, te buscaba con los ojos ofuscados, doloridos por el esfuerzo.

Un muro de piedra me separaba de ti. Esta iba a ser mi misión. Mi barco Stonewall más que navegar tendría que ser un obstáculo, una frontera excluyente, un muro de contención de esa marea azul y una lama que cortase el cuerpo de anaconda que bloqueaba los estados confederados. Un barco de piedra, un paredón. Qué palabra fea, muerta, si no tiene vida, si no se hace pared, si no adquiere dimensión, vivienda, para acoger sin encerrar. 

Crucé el océano para hacer que navegase por primera vez este muro que no conocía, que aún estaba en los astilleros y del que tanto me habían hablado. Llegué a Bordeaux y el barco ya no era mío. Yo estaba solo y el Sur también. El Norte había extendido bien sus relaciones en ese fatídico mes de febrero de 1864 y Francia había vendido mi barco, nuestro muro y ariete, a Dinamarca. 

Con tu ayuda –seguro que estabas detrás- conseguí que el gobierno danés nos lo vendiera en secreto. Salimos del puerto corriendo y a escondidas pero nos perseguían los azarosos vientos de la fortuna y el océano. Tuvimos que refugiarnos en el puerto de El Ferrol. Mientras, en el cercano puerto de La Coruña estaban las fragatas unionistas Niagara y Sacramento para vigilarnos. Eso sí, nos vigilaban a distancia porque su estrategia era siempre más compleja: mientras yo estaba solo, prisionero en mi barco, su embajador en Madrid obtenía el apoyo del gobierno español para impedirnos la salida del puerto, reteniéndonos en cuanto nos habían declarado 'piratas'. Formalmente España no apoyaba a ninguna parte beligerante. Tú y yo enjaulados en nuestro muro de piedra, como un gigante atado con sutiles hilos. 

O salíamos o a nada serviría haber llegado hasta allí. Llegó la noche del riesgo y zarpamos. Salimos como si fueramos una lanchita de pesca, parecía que todos dormían y nuestra mole, nuestros motores de vapor, eran sólo sombras, puros sueños saliendo del puerto sin que nadie osara dar una alarma, sin querer despertar nuestra realidad que podría tener forma de cañones Armstrong de 300 libras. Y fuimos un sueño. 

Volamos. ¿Te acuerdas? Con una mirada de angustia por lo que nos esperaba y de satisfacción por haber conseguido nuestro objetivo ¿Conseguido? Teníamos lo inmediato, lo que creíamos que era una de nuestras metas, el pasado, con la esperanza de un futuro. En pocos casos, y menos para nosotros, el futuro es una consecuencia lógica o buscada, límpida y uniforme. Damos pasos, causa-efecto-causa-efecto, confiando que siempre habrá un suelo bajo nuestros pies. Muchas veces no es así. Y lo poco que teníamos hizo agua. Perdimos la guerra y nuestros esfuerzos resultaban ahora un regalo para el vencedor. Intentando escapar de este futuro ingrato dejamos el barco en Cuba al gobierno español. Ineludible. Ese gobierno que dentro de poco entraría en guerra con los Estados Unidos pudo hacer un impresionante regalo al gigante que acababa de nacer. Te encogiste de hombros, te vendaste los ojos y me diste la mano. 

Nos fuimos de nuevo a Argentina, derrotados pero sabiendo que allí estaba Juan y contando con buenos amigos, encuentros de otros tiempos que nos muestran otros campos donde caminar y que salen de la chistera del destino. Uno de ellos, el general Urquiza muy amigo del presidente Mitre, me propuso ser su socio para hacer de esta maravillosa tierra el lugar de nuestros esfuerzos. 

Tú seguías mirando hacia el río, soñando el mar, en surcos que se cerrasen borrando toda huella, sembrando sólo rutas. Y volvimos a surcarlo al ser asesores de la nueva marina militar argentina que se estaba formando con Sarmiento. Viajes de ida y vuelta con Europa, comercio, construcción de naves... hasta establecerme en la recién nacida Italia abriendo una puerta que haría de Argentina meta de tantos italianos. Sueños, necesidades de dos naciones jóvenes que el mar unió con sendas de espuma y relaciones, palabras que viajaban poniendo suelo a tantos caminos. En la tierra que me acoge dejo las mías, para ti, para que las hagas volar con mi memoria." 


Tumba de Th. J. Page y su familia
Al día siguiente volví al cementerio a primera hora de la mañana para devolver el sobre que había llegado hasta mi orilla de pescador como un mensaje que había viajado por el mar del tiempo dentro de una botella. 
Ella está allí, con su corona de laurel, el rostro compungido mirando hacia el cielo, implorante. Ella es un sueño petrificado que ayer se hizo sensible en palabras y vida. Hoy es fantasma de piedra de una vida con nombres escritos sobre el agua.