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viernes, 8 de julio de 2016

Exuberante

Quizás Michelangelo tenía razón. Quizás había algo en la leche de su nodriza que le había hecho probar el gusto del trabajo de escultor. Hay razones que a veces no pasan por la razón sino que se quedan como un recuerdo aparentemente de otra vida, un sabor o un olor que nos parecen entrañables. Quizás su nodriza, casada con un cincelador, le había transmitido un cierto sabor a polvo de mármol unido a su leche, determinando lo que luego sería su trabajo. Quizás se lo tenía mamado.
Lo que sí es cierto es que nada en los primeros tiempos de nuestra vida, si mal no recuerdo, da tal satisfacción y produce efectos tan beneficiosos como mamar. Si el cordón umbilical queda en lo escondido de una relación ‘a ciegas’ cuando llega el momento de dar el pecho y recibirlo se aclara todo, todo se hace explícito, más sentido, con sonido, tacto, gusto: exuberante. Tras el parto, este es el momento de la ratificación de un pacto que los hombres sólo podemos contemplar pues los protagonistas han pasado de la sangre a la leche, no sin grandes sacrificios.
En algunas zonas y períodos de la historia algunos hombres, por celos de este pacto especial, quisieron reducir al mínimo esta fase de la lactancia ya que por un cierto tiempo los excluía del poder absoluto sobre la prole mientras la mujer era imprescindible, dueña, y se entregaba en modo tal de satisfacer un placer vital que iba más allá del deseo sexual.
Antes de seguir adelante tengo que decir que no es el calor de Roma en estos días el que me inspira estas palabras. Sí, yo también sonrío con un guiño pícaro pero no he querido renunciar a poner por escrito y, por tanto, pensar un poco, en varias circunstancias que en esta historia romana mía me han acompañado últimamente.
En primer lugar, tanto en Roma como en Madrid, dos sobrinos míos a los que he visto recientemente, ambos a punto de cumplir 2 años, con sus manitas buscaban la seguridad de la teta materna. Quizás son detalles de vida íntima que no vienen al caso, quizás pueden interesar a analistas comportamentales –seguramente más preocupados por mí que por los niños- o quizás son dos momentos en los que esa búsqueda y ese ‘eureka’ han despertado mi atención. Mirar y no sólo ver este encuentro, especial y cada vez más raro, entre una madre y su bebé. Un encuentro que he vivido lo más cerca posible en cuanto padre pero sobre el que seguramente no había vuelto a pensar desde hace demasiado tiempo.
'La Madre' de A. Cecioni en la GNAM de Roma

En segundo lugar, una escultura. Hace un par de días, una tarde tórrida, tras un paseo buscando el fresco de Villa Borghese llegué hasta la Galleria Nazionale di Arte Moderna. Allí me encontré con ‘La Madre’ del escultor toscano Adriano Cecioni. Los rostros, las manos que sostienen y reclaman, el pecho descubierto, me hablaban de nuevo de ese pacto exuberante. Un prefijo, ex, que refuerza el participio activo del antiguo verbo uberare: fertilizar, producir, hacer fértil (en su forma transitiva) y también ser fecundo (intrasitivo). Una vida que se personifica en forma de ‘uber’, ubre, que se derrama, que habla de abundancia, de una tierra fértil que mana leche y miel porque es fértil y hace fértiles a los que la pueblan. No basta el poder de concebir sino que inmediatamente se requiere el poder de alimentar, de hacer crecer. No basta el inicio escondido de la vida sino que hace falta que se despliegue en una historia en donde el aire, el sol, los sonidos puedan confirmar que somos pobre y maravillosamente mamíferos. No es sólo un hecho de clasificación biológica, no es una limitación de la que prescindir, no es una práctica retrógrada de tiempos con menos cultura sino una condición de la que partir para poder estar bien plantados en este mundo, habiendo des-ayunado por primera vez ubérrimamente, con caricias y leche.
Sette opere di Misericordia, Caravaggio, en el Pio Monte della Misericordia de Nápoles

A todo ello, inevitablemente, se ha sumado Caravaggio al que parece que nada de lo humano se le haya escapado y que se divierta haciéndomelo notar. En el fresco de la sala de la GNAM mientras observaba el vuelo del niño ante su madre, me acordé  del cuadro de ‘las 7 obras de misericordia’ que contemplé durante un reciente viaje a Nápoles. En la parte derecha del cuadro encontramos una escena que puede parecer rara para nuestros días pero que era un clásico desde tiempos de Valerio Máximo y que el genial pintor utiliza para acumular dos obras de misericordia: Una joven de nombre Pero está ante los barrotes de una celda en donde se encuentra su padre Cimon, condenado a morir de hambre. Ella lo salva dándole de mamar y, cuando las autoridades lo descubren, en vez de condenarla consigue que su piedad suscite la de los jueces. Fértil y fertilizadora caridad. Misericordia y abundancia, imagen de la caridad, de la ‘pietas’ romana y de cómo se entiende en forma radical el ‘dar de comer al hambriento’. En este caso, todo tiene tintas fuertes pues la acción parece algo innatural: una hija en actitud vigilante y temerosa que alimenta a su padre indefenso, un viejecillo que no inspira ternura aunque sí compasión, y lo alimenta no con pan o frutos sino con su leche ya que no se podía acercar a él con ningún alimento. Es como si viéramos la astucia de un diseño que nos da la capacidad para llevar y dar vida puesto en acto sólo con la llave del amor, con nuestra decisión de darnos más que con la de dar algo.
Riposo durante la fuga in Egitto, O. Gentileschi, Kunsthistorisches Museum de Viena.

Me siento, por suerte se puede en este museo. Una visita, con manjares hermosos, es como una comida y a falta de triclinios... Sin embargo, al hacer esta pausa noto el cansancio del día bochornoso que ha comenzado demasiado pronto. Con el sueño, sueño, y me veo como aquel san José durmiendo a pierna suelta durante la huida a Egipto en el cuadro de Orazio Gentileschi. Él consigue dormirse en cualquier posición, ni se da cuenta de lo que está pasando a su lado. Imagino que habrá sido un día agotador también para él que ya no es un jovencito. Al fin han llegado a un lugar un poco resguardado y, sin más miramientos, descarga el burro a prisa y corriendo, y se echa a dormir. ¡Qué ausencias dolorosas! Casi un emblema de la condición masculina: no nos enteramos cuando ella concibe o dormimos cuando lo alimenta. Mientras el sueño tranquilo y beato vence a José, María se derrama en una de las poses más bonitas que recuerdo, símbolo de poder delicado, de sólida suavidad, de recostada energía, de carne celestial. Una postura que me habla de cómo no sólo el cielo es capaz de su via láctea, sino también la boca de un niño. Un camino lácteo hacia Egipto y hacia el poniente recordándonos desde entonces que nada de lo nuestro es vano, que también Jesús recibió las caricias y la exuberancia de la vida para hacerlo hombre, antes que el dolor y la sangre lo demostrasen también de otro modo más cruel aunque no más real.
Miro de nuevo ‘la Madre’ y no me parece una mujer encadenada a una obligación fisiológica, aunque imagino lo que podría suponer como esfuerzo y dedicacion criar un hijo a finales del s. XIX... y también hoy. Este cuerpo de mármol no tiene recuerdo de los dolores mensuales, del parto, de los pañales, trapos y ropas lavados sobre el pilón rugoso, de los trabajos para ganar alguna moneda, de la logística del ahorro, de los fardos, del desprecio o los odios, de las violencias por parte de quien pretende reducirla a una cosa o una propiedad. Esa segura exuberancia o ubérrima seguridad de estar en pie con el niño en sus manos o reclinada descansando en un suelo más digno que un trono, se trasluce, mana, aparece en estos momentos para decirnos que está ahí, que está siempre, que vence queriendo las viejas condenas que muerden su calcañar.
Según me cuenta mi madre, y si mal no recuerdo, tomé muy pronto el biberón –ella tuvo pocos momentos de descanso en su camino- y aunque a veces lamenta el no haber podido darse más, sé que lo hizo en tantos modos entregándose siempre en esa exuberancia que acompaña al amor y hace crecer la vida.

martes, 22 de septiembre de 2009

Cualquiera

Con una melena gris recogida en una coleta bien peinada y la camisa de grandes cuadros azules fuera del pantalón, iba y venía recorriendo el primer escalón de la escalinata de Sant'Agostino. En la mano izquierda, una bolsa-custodia de ordenador se balanceaba liviana haciendo acorde con su pierna derecha. El mentón apoyado en el pecho, parecía que su mirada observara la punta de sus enormes zapatos marrones de buen cuero.
Viéndole, Eneas pensó, sin saber bien por qué, en aquel dibujo de una boa que se había comido un elefante y que, en otro tiempo, en otra vida, un niño había dibujado.
Más allá de las cosas que la luz iluminaba ¿qué había en las sombras y en el contraluz?
La tarde, avanzando, cerraba aún más la pequeña plaza sometida a una cierta oscuridad prematura por los pisos sobreelevados.
Junto a la selva de coches aparcados la imagen de aquel hombre con la plana y clara fachada como telón de fondo, remitía a una historia más grande que el elefante e igualmente escondida en apariencia. Subiendo unas escaleras, a la derecha, una ventana iluminada dejaba ver unas antiguas estanterías de madera bajo arcos que se sólo apenas se adivinan.
Eneas entra en la iglesia. Altísimas columnas y un cielo estrellado lo cobijan. Justo a la izquierda ve una imagen reluciente de María, como una gran matrona romana y del niño Jesús regordete a su lado. Múltiples exvotos de agradecimiento, celestes y rosa, rodean las imágenes como un marco barroco. En frente, en la oscuridad, atrae la mirada de Eneas una mujer en una pose graciosa, llena de donaire. Parece que lo estaba esperando. Y así es. Junto a ella, a sus pies, recién llegadas, hay dos personas: pies sucios del camino y aún con el bastón-bordón colocado entre los brazos, apoyado en el hombro pues las manos, sólo ellas junto con la mirada devota, parecen tributar una adoración suplicante. Todo lo demás, está sacado de un callejón de cualquier esquina romana. Aquella guapísima mujer y su niño ya no están entre los delicados y colorados paisajes del renacimiento -casi un paraíso en la tierra- ni entre las nubes barrocas de una gloria confusa. Se hace mujer de nuevo, de oscuros cabellos mediterráneos, de cuerpo entero ligeramente apoyado en el dintel de una casa cualquiera sobre el que se dibuja una sombra, sombra que tantas veces habrá recibido aquella piedra y que parece grabada en ella de tan normal, sombra y dintel que comparten el centro de la escena con un descorchón en la pared igual a los de cualquier casa. En simetría con el descorchón un niño ya grandote; con la sombra, el cuerpo de la mujer. Ella mantiene el niño con desenvoltura y al mismo tiempo con la fuerza necesaria para tenerlo en brazos. El gesto de su pierna parece hablar de otros momentos en que ella, ante el portal de su casa, se para a hablar con alguna vecina, indolente y al mismo tiempo apoyando el peso del niño en su cadera. Está en su ambiente, se apoya en su dintel, espera y sostiene, con la calma de un día cualquiera, con la simple liturgia de una visita cualquiera.
¡Y dicen que aquel niño es Dios y que aquella mujer es la única persona en este mundo elegida para ser su Madre! No hay protocolos de corte ni recomendaciones. No ve, como en la corte de su padre, hombres cargados de grandes proyectos, vestidos ricamente, el relucir de metales ni el teatro de los grandes salones. No hay chamberlanes ni ceremoniales, listas, invitaciones, etiquetas ni multitud de luces centelleantes. La emperatriz vestida de brocado y coronada de joyas, es historia. Hace falta la historia, tanta, para mostrar con miles de colores y sombras lo que las cosas son, para mostrar que esa madre también era una mujer cualquiera ignorada por los ojos de príncipes, sabios, potentes...y que una mujer cualquiera podría ser esa madre.
Sin embargo, tampoco este cuadro es aquella Madre y aquel Niño. Son la parte de ellos que gracias a la historia, a su largo decorrer, se muestra en un entreacto, teniendo como escenario un dintel cualquiera, ante la humanidad peregrina espectante, ante los grupos de turistas y caminantes sin rumbo sobre una esalinata, en una ciudad que aún conserva luces y sombras con paredes descorchadas.

¿Cómo dibujaría aquel niño, colorado y grandote, las cosas que veía en esta ciudad?