Días
de gran calor. El sol del mediodía parece deshacer las formas en halos y
espejismos tras un aire lleno de cuerpo. Por la tarde, las tormentas derriten
los contornos que suben como una nube de vapor y abandonan la pesada
contundencia de las formas, cercanas al suelo, para convertirse en el inicio de
una nueva tormenta, allá en lo alto.
Un
encuentro con una amiga. El recuerdo de un dolor que sigue doliendo pues sale
de dentro. Y en mi imaginación se representa una imagen clara y nítida. El arte
de José Noguero me acerca a mi amiga como si estuviera casi tocando la
transformación de sus recuerdos en vida, en sensaciones, en el paso del tiempo convertido
en vida. Su escultura no representa la erosión ni el resquebrajamiento ni el
vacío sino la movilidad de un cuerpo capaz de experimentar el calor, de hacerse
líquido, de deshacerse en lágrimas de alegría o dolor. Incluso inerte, sigue
comunicando en un fluir contenido. Contradicciones.
Lloran
nuestros ojos y siente nuestro cuerpo y somos nosotros los que vivimos y
revivimos. Sólo algo tan blando, caduco y extraordinariamente sencillo como
nuestra carne es capaz de estar en este tiempo, en este mundo y participar de
ellos. Luego pensamos, hablamos, escribimos, esculpimos, recordamos en el
intento de ir más allá y que las vivencias encuentren puertas, se hagan otra
carne, carne de papel, mármol o chip, que sobrevivan en otro espacio y en otros
tiempos.
Tocados
por esas palabras –otras vivencias- nuestra estatua se derrite, resuena con una
nota que la hace vibrar, afloran las emociones contenidas. José Noguero no sólo
ha cogido el movimiento yacente de la Cecilia del Maderno, su simbología que nos transporta,
sus formas esculpidas haciendo liviana la piedra... José la emociona. Así me
siento yo mientras escucho el relato de mi amiga: imperfecto y en devenir,
derramado y superpuesto. Sin mi forma, sin mi cuerpo, sin mí, no habría dolor
ni final porque no habría habido inicio. Limitado, con las experiencia de lo
que se acaba y por tanto, con el sueño de que algo pueda ir más allá de mis
límites, que pueda volcarse en regueros de mí, quizás en la eternidad o en el
tiempo ilimitado de otras vidas, de otros ojos. Y esta experiencia es única,
compartida sólo con los que compartimos tiempo, miserias y alegrías. Entiendo
entonces que incluso Dios quisiera ser limitado, con carne y hueso,
compartiendo lo que sólo así se puede vivir, ¿locura o estupidez?: dolor,
placer, alegría, desilusiones, vida en tiempo, en un tiempo único en donde yo y
mi forma/carne coinciden: no hay más y no hay copias. Sólo luego un después
derramado, compartido que me gustaría fuera un siempre.