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lunes, 15 de julio de 2013

Nada es estatua



Días de gran calor. El sol del mediodía parece deshacer las formas en halos y espejismos tras un aire lleno de cuerpo. Por la tarde, las tormentas derriten los contornos que suben como una nube de vapor y abandonan la pesada contundencia de las formas, cercanas al suelo, para convertirse en el inicio de una nueva tormenta, allá en lo alto.
Un encuentro con una amiga. El recuerdo de un dolor que sigue doliendo pues sale de dentro. Y en mi imaginación se representa una imagen clara y nítida. El arte de José Noguero me acerca a mi amiga como si estuviera casi tocando la transformación de sus recuerdos en vida, en sensaciones, en el paso del tiempo convertido en vida. Su escultura no representa la erosión ni el resquebrajamiento ni el vacío sino la movilidad de un cuerpo capaz de experimentar el calor, de hacerse líquido, de deshacerse en lágrimas de alegría o dolor. Incluso inerte, sigue comunicando en un fluir contenido. Contradicciones.

Lloran nuestros ojos y siente nuestro cuerpo y somos nosotros los que vivimos y revivimos. Sólo algo tan blando, caduco y extraordinariamente sencillo como nuestra carne es capaz de estar en este tiempo, en este mundo y participar de ellos. Luego pensamos, hablamos, escribimos, esculpimos, recordamos en el intento de ir más allá y que las vivencias encuentren puertas, se hagan otra carne, carne de papel, mármol o chip, que sobrevivan en otro espacio y en otros tiempos.
Tocados por esas palabras –otras vivencias- nuestra estatua se derrite, resuena con una nota que la hace vibrar, afloran las emociones contenidas. José Noguero no sólo ha cogido el movimiento yacente de la Cecilia del Maderno, su simbología que nos transporta, sus formas esculpidas haciendo liviana la piedra... José la emociona. Así me siento yo mientras escucho el relato de mi amiga: imperfecto y en devenir, derramado y superpuesto. Sin mi forma, sin mi cuerpo, sin mí, no habría dolor ni final porque no habría habido inicio. Limitado, con las experiencia de lo que se acaba y por tanto, con el sueño de que algo pueda ir más allá de mis límites, que pueda volcarse en regueros de mí, quizás en la eternidad o en el tiempo ilimitado de otras vidas, de otros ojos. Y esta experiencia es única, compartida sólo con los que compartimos tiempo, miserias y alegrías. Entiendo entonces que incluso Dios quisiera ser limitado, con carne y hueso, compartiendo lo que sólo así se puede vivir, ¿locura o estupidez?: dolor, placer, alegría, desilusiones, vida en tiempo, en un tiempo único en donde yo y mi forma/carne coinciden: no hay más y no hay copias. Sólo luego un después derramado, compartido que me gustaría fuera un siempre.