Un patio, un jardincito, una terraza o
un balcón, por bien pequeño que sea, parecen abrir un boquete, una claraboya
por la que colar la mirada hacia las estrellas, hacia el aire, aunque sea el de
una gran ciudad... o especialmente hacia el de la gran ciudad, como bien
precioso y metáfora, vehículo que te lleva más allá de lo inmediato.
Para que exista esa metáfora he de
descubrir ese punto inmediato, ese espacio con el que poder viajar a lugares
más allá del tiempo, con confines nuevos. En Roma, un balcón es una alfombra
volante, sorprendente y colorada desde la que poder elevarse y sobrevolar o
descender en cualquier parte, una puerta que comunica con un país de
maravillas. Para mí, en Roma, piazza Navona es mi balcón, el mejor ejemplo de
una metáfora. Ríos inmensos se desbordan simbólicamente y en sus aguas navego
hasta los rincones del mundo más extremos.
Piazza Navona es un deseo enviado al
cielo en papel-piedra con sellos de agua. En ella se inicia el camino que nace
al contemplar los propios deseos saboreándolos en un hondo respiro. Mirar la
procesión del mundo, y quizás hacerse ver en este balcón con el lenguaje
celador de un libro utilizado como antes se hacía con los abanicos.
Hoy el cielo se ha desbordado
inundando las fuentes. Hoy las fuentes me han hecho navegar. Hoy he viajado en
las corrientes de las historias que me rodean, brazos del pasado, remolinos de presente
y deltas de futuro. Hoy sé que también yo me asomo o contemplo este balcón, mío
sin propiedad, mío y libre como una metáfora que siempre es más de lo que es.
Hoy he bebido de las conchas de peregrino que cela la simple fachada de
Santiago. Hoy con pasos de gigante, en dos zancadas de atleta del Olimpo y con
dos palabras de poeta en el Odeón, he dado una vuelta agonística a este balcón que
me hace estar y salir del mundo.