Mostrando entradas con la etiqueta iglesia de sant'agostino. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta iglesia de sant'agostino. Mostrar todas las entradas

lunes, 8 de diciembre de 2014

O lo mejor o nada

A todos nos pasa. Hay pequeñas cosas con las que no somos capaces de transigir. Y aunque las llamemos manías no queremos renunciar a ellas. Son como pinceladas con las que dejamos constancia de nuestra originalidad, una firma que nos impide caer en el anonimato.
A veces son fruto de nuestras costumbres, otras veces una especie de ritual mágico, otras el inicio de recuerdos asociados a sensaciones o experiencias que queremos reevocar o que rechazamos. Reconocerlas en uno mismo se considera humildad o autoconciencia; aceptarlas en los demás es benevolencia y capacidad de comprensión. Ambas cosas son siempre más difíciles pero menos peligrosas si se cambian los destinatarios: reconocerlas en los demás o aceptarlas en uno mismo.
Reconozco, pues, humildemente, confiando en vuestra benevolencia, que en mí este mal es especialmente agudo y se manifiesta en numerosas ocasiones, sobre todo por el contexto italiano en el que me encuentro. Por la calle, a pie, en autobús, en coche o incluso en bicicleta; hojeando tranquilamente el periódico, abriendo una página de Internet o en el libreto de una ópera, no consigo que mi mirada pase sobre un anuncio sin prestarle atención, sin caer: un caso. Imagino que comprenderéis las graves consecuencias que esto conlleva en la vida ordinaria, pudiendo constituir un peligro público amén de arriesgar mi pellejo. A veces me encuentro casi boquiabierto ante un cartel y al pasar no sólo veo frases y colores: los miro, los leo, sonrío o me enfado con ellos, me sorprendo ante las inscripciones y placas que encuentro en las calles de Roma y todas las hallo interesantes: lo que digo, un caso.
En la sugestiva Piazza delle Cinque Lune un brillante vehículo plateado, iluminante sobre un fondo negro, estaba acompañado por el lema ‘The best or nothing’.
Cinco son las lunas que iluminan la historia de esta plaza, cinco lunas que brillan en el escudo de  la familia Piccolomini y que ondean como estandartes de antiguas luchas entre güelfos y gibelinos pero también que dan luz a su lema ‘et Deo et hominibus’ como en el caso del cardenal Giacomo Ammannati Piccolomini: dedicado a Dios y a los hombres en esa paradoja tan característica del Renacimiento en Roma. Muy cerca de la piazza delle Cinque Lune, en la zona de influencia de la familia, este cardenal tenía una casa que luego dejó en herencia a una famosa cortesana, Fiammetta. Realmente le había dejado toda su herencia... pero era demasiado y resultó fácil ‘corregir’ un testamento aduciendo que literalmente el pobre Giacomo tenía los sesos sorbidos por la belleza y dotes de Fiammetta.  
Hoy son nuestros sentidos los que quedan ofuscados por la claridad encerada y metálica de esta luna de automóvil inmóvil. Poseer o ser poseído: mostrar el poder en las personas y cosas sobre las que ejercitarlo y al mismo tiempo necesitarlas para sentirse potente.



En la cercana iglesia de San Agustín, en donde asistían a misa muchas cortesanas, estuvo enterrada –o lo está sin que se sepa bien dónde tras las reformas realizadas- Tullia d’Aragona, cortesana y poeta, bellísima por lo que vemos en el cuadro de Moretto da Brescia: su mirada segura, determinada y un poco irónica, sin ira, su rostro limpio, sin más adornos que en el marco de su peinado, su elegancia en el vestir no sólo con riqueza sino con la delicada suntuosidad de las pieles que parecen acariciarla. En este cuadro presta su rostro y figura nada menos que a Salomé ‘QUAE SACRU IOANIS CAPUT SALTANDO OBTINUIT’. Un poder no pequeño que la hace miserable y grande: al servicio de un poderoso y con un poderoso que la sirve.
Puede que Tullia no fuera la mejor, pero seguramente no era nada. Tampoco era una mera encantadora de descerebrados lujuriosos. La imagino bajando de su magnífica carroza -aún estaban lejos las prohibiciones de Sixto V en esta materia- ante la escalinata de S. Agustín, orgullosa en su lucha por salir adelante y prosperar en un mundo muy difícil, como siempre lo ha sido, para las mujeres. 
Hoy otra mujer nos está esperando apoyada en el dintel de su casa dentro de San Agustín. Lena, la prostituta, amada amiga de Caravaggio que ahora es María. Lena le ha dejado su rostro, su carne, a la Virgen si no desde siempre, sí para la posteridad, para nosotros. Una encarnación artística en la que el inmaculado lienzo no desdeña asumir la materia de color, la forma de un caduco y maravilloso cuerpo, con un alma creada por las manos, el sentir y pensar de Caravaggio. Atrevimientos del querer que crea.

Para mí este es el lugar donde la iglesia se hace casa, también para pecadores con los que el Maestro no tiene reparos en compartir manjar y presencia. En esta iglesia, Tullia, Fiammetta, Lena tenían su casa y este cuadro es un dintel en el que se anuncia su presencia: la Virgen, casa del Dios que la habita recibiendo de ella su calor, su vida en sangre; la casa de Loreto, casa de vida familiar en la que crecer en sabiduría y gracia, en silencios de trabajo y vida cotidiana, un lugar al que volver tras las bulliciosas jornadas entre palacios y vida cortesana; la casa que acoge a los que peregrinan en el tiempo: sucios, cansados del camino y los años. Una casa que luego, ya sin tiempo, sin espacios ni paredes, en la sombra de lo infinito, se ensancha con innumerables moradas inimaginables. En esta casa se enamoró Dios de la humildad de una chiquilla. Todo se hace nada dependiendo en todo de una nada de mujercita que es todo para él. Atrevimientos del querer que crea.
Madonna di Loreto o de los Peregrinos en la Iglesia de San Agustin

Tullia se sienta en los primeros bancos. Todos la pueden ver sin tener que torcer el cuello, sin dejar aparentemente de prestar atención a los oficios. Viendo su elegancia de haber formado parte de las ‘honestas y de buena familia’ su lema podría haber sido un “Ad meliora”, escogido entre los clásicos que la habían acompañado en su formación y que hacían de su compañía y conversación una dote en aquel entonces muy apreciada. Aspirar a lo mejor para no caer en la nada sabiendo que en ese camino se pasa por muchos momentos en que parece que lo mejor e incluso lo bueno esté muy lejos. Aspirar a lo mejor me parece mucho más interesante  y deseable que pensar de poseerlo o considerar nada lo demás.

En esta tarde invernal, ya de noche, retomo mi camino hacia la estatua que conmemora la Inmaculada, la sin mancha, ella sí única mejor, con la luna a sus pies. Dejo atrás las 5 lunas que me hablan de Fiammetta y Tullia, de una época de amantes amadas, paradójicas, pero nunca dobles. Me acompañan las palabras de esta cortesana poeta en las que noto el coraje de asumir el dolor y el rechazo como consecuencias posibles de lo que hace:
-“si yo lo hice que perdida toda esperanza mía
en guerra eterna de vuestros ojos viva”-
mientras sigue esperando, confiando, en que sus hechos no le impidan alcanzar la meta y que “sea dulce el fruto de mi bello deseo”.

Sus palabras, firmadas por su mirada de Salomé, auténticas aún en su limitación para comunicarnos todas sus complejas vicisitudes, son por eso las mejores:

S' io ' l feci unqua che mai non giunga a riva
l' interno duol, che ' l cuor lasso sostiene;
s' io ' l feci, che perduta ogni mia spene
in guerra eterna de vostr' occhi viva;

 s' io ' l feci, ch' ogni dì resti più priva
de la grazia, onde nasce ogni mio bene;
s' io ' l feci, che di tante e cotai pene,
non m' apporti alcun mai tranquilla oliva;

 s' io ' l feci, ch' in voi manchi ogni pietade,
e cresca doglia in me, pianto e martìre
distruggendomi pur come far sogllo;

 ma s' io no ' l feci, il duro vostro orgoglio
in amor si converta: e lunga etade
sia dolce il frutto del mio bel disire.

martes, 29 de julio de 2014

Efímera, imperfecta

La Roma eterna es sólo un decorado, un poco más duradero y con cambios más lentos, de la sublime y sensacional Roma: esta es la causa eterna y efímera que mueve todo. Es una ciudad construida para sentir, sensacional en el profundo valor del término. Las épocas de su crecimiento, sus lugares eran importantes en cuanto esenario de eventos, lugares de sorpresa, de conmoción, de devoción, de fiesta, de orgullo, de crueldad y gratitud. Lo estable de sus piedras, del arte que dura en mármoles, pinturas, textos... está en función de los fluidos momentos de la vida que se muestra, que se siente viva y se consuma, sonando con mil acordes que resuenan en una cávea gigante de siglos.
Desde hace relativamente muy muy poco tiempo, también en Roma, en vez de vivir los momentos muchas veces nos preocupamos porque duren, por atraparlos y mantenerlos gracias a una nueva ansia de poder. Esa ansia curiosamente deja como elementos duraderos en muchos casos basura, escorias que forman una huella demasiado permanente ante la belleza de un placer, de un uso que siempre y en todo caso es efímero. Ya no se apela a la memoria con una imagen evocadora, sino que es el mismo instante el que se atrapa en mil imágenes, comentarios, todo un banco de información atrapado en redes sociales de arrastre.
En muchos casos no se comparten las sensaciones, viviéndolas juntos, sino la efervescente sensación de contarlas. Es más, se llegan a vivir sensaciones para compartirlas como información o lo que es peor, la única sensación es el placer de pensar en cómo compartir una experiencia cuando ésta ya ha pasado. Sin abandonarnos a lo inaferrable e inenarrable nos perdemos en el cachibache que tenemos entre manos.
Demasiadas veces lo importante es tener 140 caracteres para construir un recinto de realidad, un evento, lo perfecto, concluido como una esfera sin osmosis.
Sin embargo, viviendo en Roma creo que lo perfecto y acabado no es de quí, o no lo era, al menos. Roma es imperfecta e imperfecto: el tiempo del contar, de lo que siempre está en devenir, de lo que se experimenta, de las historias y no pasa nunca a ser un punto definido, cerrado, de la Historia. Incluso las grandes obras maestras insuperables y testigos de la perfección parecen estar sumergidas en una corriente que no se para: no son islas sino cimas en un sendero. Quizás por todo ello los romanos se han olvidado de usar el pasado remoto, aoristo o pretérito indefinido, dejando todo en un pasado próximo que contiene la debilidad del recién nacido.
Recorriendo este sendero imperfecto y tortuoso, me encontré con un compañero de camino y sus historias. Algunas de esas palabras de quien ahora llamo mi querido amigo valenciano, Pablo González Tornel, las he descubierto en los libros La fiesta Barroca y Santo Tomás de Villanueva. Culto, historia y arte. Me senté a la vera del camino para contemplar y disfrutar con su trabajo.  Su voz primero y luego su pluma me mostraban el encanto y belleza de lo efímero, paradójicamente la condición primordial a la hora de considerar la historia: revivir lo que era con lo que nos queda.

De sus palabras nace esta reflexión y un estímulo para seguir mi camino. En Roma hay pocos lugares, aunque significativos, donde encontrar testimonios relativos a Tomás García Martínez, santo Tomás de Villanueva. No creo que muchos conozcan ni a este personaje –podría ser un don cualquiera con ese nombre- ni estos lugares, pero os invito con estas líneas a recoger estas huellas y encontrar todo un derroche de energías, sentimientos, bellezas que lo acompañaron produciendo momentos efímeros profundamente sentidos.

 
Capilla de S. Tomás de Villanueva de Giovan Maria Baratta, Ercole Ferrata y Andrea Bergondi. Iglesia de Sant'Agostino, Roma.
Su canonización el 1 de noviembre de 1658 no fue de las más sonadas pero estaba llena de ese espíritu de fiesta y sentimientos. Era una nueva representación colectiva en la que durante 8 días se montaba un gran espectáculo, un auténtico teatro en Roma con todo tipo de decoraciones pensadas para asombrar, hacer disfrutar, conmover, sorprender... No se trataba sólo de informar sobre este Tomás: agustino, confesor de Carlos I, arzobispo de Valencia, gran orador y famoso por su generosidad en ayuda de los más necesitados. Estos eran los datos, pero podrían ser otros, podrían ser más espectaculares o menos, lo importante es que se celebraba y, además, en una canonización, se celebraba Roma como representación de todo el mundo, incluido el ultraterreno de la Jerusalem celestial. Nada más y nada menos.
El evento era sentir y celebrar un triunfo al estilo de la antigua Roma: la victoria de cada hombre, aunque fuera el simple seguir vivo, era la victoria de Roma. El evento era sentir la belleza de compartir la alegría en una boda gigantesca, mientras Giovanni Maria da Bitonto, el encargado de la gran coreografía, iba vistiendo la basílica y la ciudad con la misma expectativa y sensualidad con la que antiguamente se preparaba a la esposa: paratam sicut sponsam ornatam viro suo.
Y así, en toda esta fiesta, en este sentir y consentir se gastaban fortunas, tiempo, obras de arte que luego se desmontarían, efímeras flores, todo ¿para qué? ¿Para celebrar un santo famoso por dar limosnas? Lo mismo que el frasco con el perfume caro, toda esta parafernalia, pompa, dispendio y aparato ¿no se podría invertir para dar a los más pobres? Un eterno dilema para el que no hay recetas. El placer de un perfume, una melodía, el gusto especial de un plato delicioso, un buen vino, una carcajada, un vestido especial ¿cuándo lo efímero es injusto? ¿Qué convierte su aroma en un daño que entristece en vez de producir placer? ¿Ante los dolores propios y de los demás cabe la ligereza de una danza?
Es la locura de la vida que se derrocha, que no deja de consumirse dando a cambio sólo el vivir, ojalá sintiéndolo y compartiéndolo. La gratuidad del arte, inconsciente y quizás por eso generoso como un fruto de amor, es como una música que llora o ríe pero que va más allá de la mera sobrevivencia para con-vivir, con-mover.
Ante el gran teatro y adornos, en la Roma de Alejandro VII, pienso que vale la pena todo el esfuerzo, trabajo, arte e historia que producen los placeres efímeros. Me asombro, los admiro y con placer los descubro con mis ojos convertidos en manos. Esa belleza efímera es una medida de la vida: no segundos, sino momentos, sensaciones.
Cuando el vino no es sabor y aroma sino sólo una mercancía, cuando un cuadro no es una fuente de deleite cada vez que se ve sino sólo una inversión, cuando una fiesta no es compartir emociones y vida sino un escaparate del propio poder... Entonces, en vez del placer que nos une en el tiempo y que en él se acaba, lo usamos para abusar y mostrar que es sólo de unos pocos que se lo pueden permitir. Cuando el placer es igual al lujo sólo los lujos producen placer. En ese momento el deleite no llega como un regalo, fruto de mi relación con las cosas, sino que está encerrado en mí, en la satisfacción de estar a mi disposición. Cuando dejan de ser efímeras para ser una posesión, cuando dejan de ser un regalo que la vida ofrece para ser un deber que exijo, la belleza, las más hermosas sensaciones, el arte que sublima lo vanal, todas, se hacen moneda, se estancan... y paso a vivir para contarlas en vez de vivir para disfrutarlas. En cierta manera, al intentar poseer, soy poseído, realmente enajenado, no con el éxtasis efímero que me hace superar los límites, sublime, sino con la limitación y pérdida de mi única propiedad, de mí.
Capilla de S. Tomás de Villanueva en la iglesia de Sant'Agostino. Curación de un poseído.
Cuanto más individuales son nuestros placeres más cerca estamos de querer encerrarlos como una posesión nuestra, como una satis-facción. Basta, medida colmada. Y así construimos sólo hórreos en vez de plazas. La alegría multitudinaria, democrática – de todos aunque hubiera jerarquías muy definidas-, transversal que en Roma explotaba por los motivos más diversos, lista siempre a aflorar y a desbocarse, ha construido tantos espacios: necesitaba el teatro de una ciudad.

Ahora, casi todas las funciones se han suspendido y, un poco nostálgicamente, la función primordial pasa a ser contemplar el mismísimo escenario, pasear por él, imaginarse otros actores, otras historias y actuar lo cotidiano como si nada fuera.