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viernes, 25 de marzo de 2011

Montes

En otros tiempos, en otras épocas, la pobreza, la fealdad, la enfermedad e incluso la muerte, eran más frecuentes en las calles, en los encuentros cotidianos en los que aparecían bajo forma de virtudes y vicios, en palabras y gestos, en los rostros, en los personajes que poblaban los barrios, los ‘rioni’. Desde antiguo la Suburra, el ‘rione’ Monti, ha sido un lugar perfecto en donde contemplar las luces y sombras, la complejidad que se encuentra en cada persona, en cada sociedad. Monti es un lugar especial para hacer una perforación en la arqueología de la vida recogiendo acentos, miradas, historias que se han ido superponiendo con más o menos visibilidad.
-Ves. Esos son los que vienen y se van. En cambio, fíjate, éste es uno que viene, está y se va. Luego hay otros, como aquellos dos cocheros, que vienen y van constantemente pero nunca están.
-No te entiendo.
-Espera, espera. Aún quedan los que están pero no vienen ni van, como ‘sora’ Lucia.
-Mira. Hay gente que viene a Roma y luego se va, igual que han venido, contando que han viajado, que han estado en la ciudad pero sin poder contar nada de su viaje. No se han alejado ni un tiro de piedra de sus cosas, no se han sorprendido con nada. ‘Rafaello ¿y a mí qué? Yo no soy de aquí.’ Han llegado y se han ido.
Otros son los que vienen, están y luego se van. Han hecho un viaje pues han estado en un lugar distinto, se han sentido viajeros en otro lugar, extraño, lejano. Pueden ser de Castelli, pero viajar realmente hacia lo nuevo. Alejarse para luego regresar a lo conocido. Al contrario de los cocheros que vienen y van constantemente pero nunca viajan, todo es normal aquí y allá, inicio y final. Sin regresar a ninguna parte, sin sorpresas.
Sora Lucia, que conoces tan bien, con su delantal manchado de salsa de tomate, harina y mil salsas, sale a la puerta de su trattoria situada en la planta baja de su casa. Y allí está. Recibe, espera, tiene el mundo entre sus clientes y sus potas, sus especias y las carretas de la calle.
Con su sayo raído y sucio, Giuseppe Labre, hablaba al carnicero que le había dado hospitalidad en la trastienda de su local, una simple habitación con un mostrador de madera que daba a la calle.
Sin embargo, Eneas no conocía ni el rione Monti, ni la Suburra ni quién era ese peregrino vagabundo.
A la mañana siguiente consultando el mapa vio el Rione Monti (Montes) con via dei Serpenti que lo atravesaba. Vio que estaba muy cerca de su casa y tras saludar a Armando, bajó por via Cavour hasta el cruce con via dei Serpenti.
Un grupo de muchachos entraba en un bar que hacía esquina. En frente, una iglesia arropada por las casas y la vida del barrio, sin la sensación, que tantas iglesias le habían producido, de estar separadas, subrayadas por las calles o plazas como una frase importante. Era una parte más del barrio, con su carácter, como también tenía caracter la plaza con su fuente a su derecha o la casa cubierta de una extraña enredadera o la pequeña ex-iglesia de San Salvatore.
Via Cavour había excavado un surco que circunscribe el barrio, como un río que separa colinas. Del Viminale bajan serpenteando sus calles hasta el foro de Augusto como torrentes que con el sol de marzo empiezan a reverdecer en sus orillas.
Eneas entró en la iglesia, ancha, casi cuadrada, sin la sensación de lejanía. Parecía que también dentro era un espacio más del barrio, que esperaba a los pasantes invitándoles a entrar, que salía a su encuentro en vez de esperarles al final de un largo pasillo. Una iglesia para viandantes, a la vera de un camino, construida para unir dentro y fuera, un siglo y otro, vidas y formas de entender el arte. Y allí, en el centro, una luz iluminaba una mujer, tocada con un manto del mil y una noches con un niño en brazos.

A la izquierda, recostado en un duro lecho, la imagen de Giuseppe Labre. En su piedra gris, el recuerdo de su sayo raído se hacía imperecedero.
Otra imagen de piedra, el Pasquino, en un diálogo de siglos, había ironizado sobre su vida y su muerte: con él hasta los piojos han llegado al cielo. Un elogio impersonal, sarcástico, pero consolador.
Eneas se sentía heredero de un reino y un perfecto desconocido, ignorado por todos en aquella ciudad que al parecer estaba llena de gente ‘importante’.
Al salir, cogió a la derecha por una calle-torrente con sus sampietrini irregulares como cantos rodados por el flujo de tantos viajeros. Un cauce irregular que iba a estrellarse contra el muro que aisla la Suburra del Foro de Augusto. Un muro imponente que quizás construyeron para que los piojos no pudieran saltarlo.