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miércoles, 7 de enero de 2009

Nazareni

Tenía algo de Apolo o del David en la posición de sus piernas y de la cintura. Llevaba un abrigo de tres cuartos gris, ceñido para resaltar el triangulo de sus hombros y el último botón. En lo alto de aquella breve escalera parecía haber nacido para permanecer allí convertido en estatua. Su cabeza, un poco inclinada mientras hablaba por teléfono, parecía conceder su asentimiento al consenso de los sentidos y la medida.

Sin embargo, Eneas se levantó del banco de piedra, pasó a su lado rápido, sin alzar los ojos. Al pasar a su lado tuvo la sensación de que la tierra se abría como el mar Rojo dejándole seguir milagrosamente su camino. Sus pequeños pasos cortos eran precisos y determinados buscando la salida, la otra orilla que lo alejase de aquella presencia que intuía persecutoria. Jadeante salió a la plaza y buscó el rectilíneo trazado de Mario dei Fiori. Quiso distraer su mente imaginando las flores del famoso Mario, tan hermosas como para pasar a ser su apellido. Aspiró su aroma, tocó su tersura intentando olvidar el tacto de la mirada que acababa de descubrir y que aún sentía en su nuca. Caminó sin pausa. Llegando a Via Condotti torció a la derecha. Al poco estaba en Plaza S. Silvestro. No miró nunca hacia atraás. Subió al primer autobús que tenía el motor encendido. Tenía hambre y una extraña sensación de soledad. Veía cientos de personas a lo largo de las calles y ellos no sabían quién era, por qué estaba allí. Nada podían pretender. Y, al contrario, se sentía interrogado por todos. ¿Podría algún día disfrutar de sus días? Sabía que no sería capaz de realizar ni lo que tantos esperaban, ni lo que él podría desear y no sabía si podría ser capaz de acertar con lo que sus manos y capacidad irían tejiendo, con lo que realizaría secundando sus deseos ni si los conduciría con acierto y pasión o los dejaría descalabrarse. Podría hacer todo pues aún el tiempo parece prometer mil vidas, la vida mil energías y los mil caminos de las gentes horizontes siempre nuevos.

Pienso. ¿Qué hacer? ¿Por qué este camino hasta otras tierras? Y no hay más respuesta que al final del camino. Y no puedo caminar sin la esperanza de llegar. Hay infinitas rutas pero una es la mía por tortuosa que sea. Es importante porque es mía. Escondida entre toda esta gente que no la conocerá, que no me conocerá. Pero entonces ¿qué les importa? ¿por qué apareció uno de aquellos en el patio? En un lugar tan tranquilo no puede ser una casualidad.

El autobús llegó a su última parada en la explanada que se abre ante S. Giovanni in Laterano. Al bajar el viento frío le hizo sentir nuevamente hambre. Respiró profundamente, con avidez, como un sediento de frescura. Tomó un ‘tramezzino' de atún en un bar junto a la Scala Santa. Junto a él dos hombres y dos mujeres hablaban del cielo de Mercurio, del cielo de Venus, el del sol, el de Júpiter, el de Saturno. Decían que cada uno de ellos estaba poblado de gentes, que uno era un tal Carlos Martel y otro Justiniano, otro Trajano y S. Bernardo, que tendrían que volver a la villa para ver la última sala, que aunque estaba aquí cerca tendrían que dejarlo para otro día.

Al salir los cuatro del bar, Eneas preguntó a la señora que estaba junto a la caja registradora:

-Disculpe. He escuchado que estos señores hablaban de unas pinturas en una antigua villa aquí cerca. ¿Me podría decir de qué villa estaban hablando y dónde se encuentra?

Con una buena dosis de desconfianza respondió:

-Boh! no sabría decirle. ¡Giovanni! ¿Sabes si hay por aquí cerca una villa con pinturas?

El chico se dio la vuelta mientras golpeaba el contenedor con las borras de café para vaciarlo.

-Sí, está justo en la otra calle, en via Boiardo.

Con dos toques rápidos de manilla cargó de nuevo el café molido, lo prensó y lo colocó de nuevo en la cafetera en una secuencia de gestos automáticos y ritmo predefinido, perfectos en aquel espacio. Aquellos movimientos le devolvieron una sonrisa complice y benévola que parecía decir ‘así se hace'.

Bajando por via Boiardo llegó ante el edificio de Villa Massimo. Era una isla en medio de los otros edificios que habían devorado sus terrenos hasta reducirla a una pequeña casa con jardín posterior. Estaba cerrada. Llamó al contestador del portal de hierro y le abrieron. En la villa vivían los franciscanos de Tierra Santa y, de hecho, el jardín había adquirido una extraña forma de claustro con una antigua estatua romana dominándolo. Curioso. Preguntó al guarda qué representaba aquella estatua y como respuesta obtuvo un folleto ilustrativo de la villa. Era el emperador Justiniano, iniciador –decían- de la familia Giustiniani que habían creado la villa. Cuerpo del antiguo Justiniano y cabeza de recambio. Nada dura eternamente, ni en las mejores familias, extinguidas o renovadas con nueva savia.

Preguntó por las salas con pinturas y el guarda lo condujo hasta la entrada de la villa que daba al jardín.

Al entrar se sintió sumergido como un personaje más en aquellas salas llenas de personajes brillantes, armaduras, caballos, paisajes, mujeres vestidas de caballeros y caballeros enloquecidos.

Eran frescos pintados en el s. XIX por pintores alemanes, altos, de largas cabelleras rubias que llevaban sueltas: los nazarenos, especialistas en la técnica del fresco, nostálgicos del renacimiento y con un gran sentido religioso. Y allí parecían estar como modelos de los diversos personajes, quietos mientras representavan tres Epopeyas en aspavientos y movimientos teatrales.

Entró en la sala que se abría a su izquierda. Un mundo ultra terreno le dio la bienvenida en la sala dedicada a la Diviana Comedia : fieras y pecados, sueño y razón, cielos e infierno como lugares en la propia alma, montes, escaleras, piedras, fuego y agua. Empezaba otro viaje dentro de su viaje en el gran camino de la vida. Como Dante se descubría sin casa, sin patria, depositario de una herencia de historia que ahora poseía en su tiempo como un legado con el que viajar. Todo ello era un billete de ida para lo único cierto que poseía: su andadura y los compañeros que en ella encontraría.