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jueves, 5 de mayo de 2016

¡Puertas!


“QUI SCIT COMBURERE AQUA ET LAVARE IGNE FACIT DE TERRA CAELUM ET DE CAELO TERRAM PRETIOSAM” **



Hago arder agua
mientras fuego se lava.
Un ruego enciende
y el perdón baña.
Abro tu puerta,
un beso,
sale de un salto
tierra al cielo.
Llueve entonces,
arrojado paraíso,
y entra en la tierra
preciosa, capaz de vida.


** Una de las inscripciones en la puerta mágica en Piazza Vittorio, Roma. "Quien conoce cómo arder el agua y lavar el fuego hace de la tierra cielo y del cielo tierra preciosa".

martes, 10 de marzo de 2009

Las flores de nieve

No quiso volver a casa. Era temprano y el sol, bajo y frío, aún recorría su camino en el cielo, visible entre los edificios. Se fue a Piazza Vittorio. Pasó por uno de los soportales, altos, sucios del tiempo y las vicisitudes, de humos y gentes. Cruzó la calle cerca de un quiosco de flores y compró una rosa blanca para la pequeña Marta. No era olorosa, pero era blanca. Se fue a sentar en un banco, viendo los ladrillos de época romana, perfectos, tupidos, queriéndose defender del paso del tiempo que ya se había llevado bastantes compañeros atravesando una puerta hermética y sin llave, sin un espacio al otro lado: el límite entre la segura y plena estabilidad de las rocas y los espacios de la historia de los hombres, en esta parte.

Puerta magica Roma
En un banco a su derecha, una chica se había sentado. No se había dado cuenta de su presencia hasta que escuchó que afinaba una guitarra.
Era una chica alta, delgada, con el pelo corto. Su piel blanquísima y su pequeña nariz le daban un aire frágil. Llevaba una gran bufanda y los lumbares descubiertos, con sus largas piernas enfundadas en unos vaqueros ajustados.


Empezó a cantar:

Da bambino volevo guarire i ciliegi
quando rossi di frutti li credevo feriti
la salute per me li aveva lasciati
coi fiori di neve che avevan perduti.

(De niño quería curar los cerezos
cuando rojos de frutos los creía heridos
la salud para mí los había dejado
con las flores de nieve que habían perdido)

Como hilos de araña brillaban las cuerdas en aquella tarde. Y se rompieron. Tras aquellos primeros versos dejó boca abajo la guitarra y se fue con su mirada perdida mientras seguía allí con sus largas piernas estiradas y los brazos en cruz.

No conseguía llenar aquel silencio, ni con recuerdos ni con datos o pensamientos. Eneas había tenido siempre mucha información que le servía para todo. Había leído muchísimo, tenido profesores muy preparados, los mejores. Sentado a pocos metros de aquella chica se dio cuenta de de que de todo lo que sabía le habían quedado sólo las ganas de conocer; del tiempo ante los libros, la constancia de seguir el camino de las letras, de todos los kilómetros, lugares y rostros nuevos, un paisaje y no la meta.

Su viaje en ese momento era por dentro. Descubrirse, quedar desnudo ante la propia vista o la de los demás. Había sido divertido. Se había vertido, derramado en tantas cosas y ahora era el momento de encontrarse.

Aquella chica estaba viajando por dentro. Quizás por su tristeza, quizás en el vacío de la escena o en sus personajes. No lo sabía. Pero se dio cuenta que al igual que aquella puerta, que aquellos ladrillos, su valor estaba dentro, no por su movimiento, por lo que de ellos salía, sino por lo que eran desde que alguien los quiso.

Los frutos son heridas porque las flores ya no existen. Sentado en el banco, mirando aquella chica, mi rosa blanca en las manos, deseo que el tiempo no fecunde con hechos. Pero el tiempo, como las piedras no pesan, no pasa por su culpa. El tiempo mide el movimiento como postes de una ferrovía. Soy un gavilán sobre el poste, o volando tan alto, tan alto que todo corre lento. Estoy en Roma a finales de febrero con los cerezos en flor, en un parque, y todo para irme descubriendo y cubriendo de pulpa. Los cerezos no tienen cura sino una vida que llevan dentro sin saberlo. Y yo lo sé.