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domingo, 14 de diciembre de 2008

Y el agua corre

Empezaba a llover. En su interior Eneas no conseguía encontrar un poco de paz, de equilibrio. Y su oscuridad se reflejaba en su mirada baja, sus pasos inciertos y lentos. En Roma, en las vidas de tantas personas, abundan los contrastes. Él siempre había pensado que la vida tenía un norte, seguía una ruta, una senda construida con su voluntad y decisiones. Ahora veía su camino como una calle al lado de un río oscuro y variable. Se imaginaba ese río cuando era de verdad parte de la ciudad, cuando acariciaba o devoraba las orillas, entrando en la vida de las gentes para borrar todos sus pasos.

Se acordó de Apollinaire ¿por qué? Hizo un esfuerzo por recordar y a su memoria vino la imagen de un niño judío hermoso y de pelo rizo. Un día, allí, junto al río del devenir constante, en piazza di Ripetta había personificado la suerte –buena y mala- en la extracción de la lotería. Puños alzados contra él y alabanzas mientras su madre lo protegía de ambos. Ella era su auténtica Fortuna.

Caminaba bajo la lluvia. A la derecha un blanco muro lo alejaba nuevamente del río. Otra vida encauzada, una construcción de líneas claras y blanco trazado. En el gran muro miles de letras formaban el cauce de otro joven que llegó a viejo llevado por esa Fortuna amable y traicionera de los que parecen dominar sobre los demás, como dioses en su Olimpo: Res Gestae Divi Augusti. Al parecer, él sí consiguió una paz duradera, al menos entre los pueblos.

Caminaba por la parte baja, donde la ciudad entraba en contacto con el río en su puerto más famoso. Ni Olimpo ni Palatino.

Los murallones de contención del Tíber han destruido la metáfora engañándonos con la tranquilidad del cauce establecido. Pero sigue siendo un lugar en el que la ciudad continúa a ser embestida por el tiempo. Curioso. La colina en donde ha nacido la ciudad se ha quedado en la antigüedad de sus reliquias arqueológicas mientras su puerto, el lugar de contacto con el río que le ha dado vida, ha seguido transformándose hasta ahora.

Agua y más agua. Diluviaba ahora. Por unos instantes Eneas se refugia bajo los arcos que unen dos iglesias. ¡Qué lugar extraño! ¡Qué tensiones! La piedra oscura y empapada del Mausoleo en el corro del claro travertino de la plaza. Una fuente con agua virginal cayendo sobre un barril de vino. Quizás esa sea la esperanza. Un vino que nos hace desbordar con entusiasmo de apoteosis subiéndonos hasta el séptimo cielo mientras el agua corre fuera, necesaria y aparentemente tranquila en su incesante correr, siempre hacia abajo, hacia el mar. El vino...y un puente son la respuesta de Roma al río que la surca. El puente que sabe estar en las dos orillas queriendo unir las dos verdades del cuidado y el riesgo, del placer y el dolor, del ir y volver, el silencio y la palabra. El recuerdo del sabor de un buen vaso de tinto de los Castelli en casa de Armando le animó a seguir caminando. La lluvia seguía arreciando.

Apenas llegó al semáforo dejó de llover, como por encanto. El balcón del Palazzo Borghese con su bandera mojada aparecía sencillo y proporcionado. Ocultaba la gran curva de su cuerpo enorme, como un dragón que se acercara a apaciguar su sed cerca del río y allí se hubiera quedado dormido. En la plaza algunos puestos de libros y grabados antiguos parecían cobrar vida al remitir la lluvia.

Estaba cansado. En la plaza de la Fontanella vio el interior de un estupendo patio y entró sin ser notado por el portero. Tras el primer patio, de dobles columnas y amplios ventanales pero sin ningún espacio para sentarse tranquilo, vio un jardín que se escondía tras la arquitectura. Naranjos, setos, la gravilla de sus pequeños sederos y multitud de esculturas y relieves lo invitaban a adentrarse en este espacio como un mundo aparte, fuera de la corriente. Era un recodo en el que el fluir del tiempo se calmaba, un escenario para un tiempo de personajes eternos, variados. En el centro, Venus metía su pie en el agua tranquila. Descubrirla en su intimidad hace salir del devenir para disfrutar contemplándola y para hacer que su contemplación, actividad sin tiempo, llene de placer esos momentos. Era pescar en las arremolinadas y turbias aguas con la gustosa sensación de haber obtenido lo que la Fortuna y el Ingenio favorecían. Era descansar en el único recodo de aquella mañana de agua, junto al baño de Venus.

sábado, 29 de noviembre de 2008

Una mujer

En el viejo diario que le entregó su padre el cuarto día ocupaba varias páginas, emborronadas y sucias.

‘La noche era insoportablemente cálida. Los soldados tenían prisa por salir de aquellos callejones malolientes por donde el aire no pasaba. La noche estaba llena de ojos que no dormían pero no conseguían salir de las sombras.
La república en Nápoles abandonaba la ciudad vestida de soldado francés.
Me acerqué a un soldado al final de la columna. No me miró ni dijo nada. Acallaba su curiosidad concentrando sus fuerzas en la huida, con la esperanza de poder salir de aquel laberito buscando la brisa del mar. El puerto esperaba. Me puse a caminar a su lado. Un pequeño viajero y un soldado rezagado y cansino en la noche.
-¿Falta mucho para llegar? Le dije con la ignorancia de quien se encuentra por casualidad en medio de una revolución muriente.
-¿Para llegar a dónde?
Fue su respuesta, dicha sin mirarme. Luego supe que había llegado a Nápoles cuando tenía 10 años, escapando con su familia. Habían dejado Roma, donde había nacido, por ser portugueses en una época en que los jesuitas habían sido expulsados del reino.
-¿Crees que llegaremos a Francia?
-Sólo sé que quiero intentarlo. Aquí ya sólo queda lo que he sido. No quieren mis palabras porque nunca las he vendido. Dicen que soy traidor y tan sólo he sido fiel a lo que busco.
Me miró y descubrí bajo el sudor y la suciedad, que era una hermosa mujer.
La república en Nápoles abandonaba la ciudad vestida de soldado francés.
Era de familia noble. Había podido estudiar, leer y con su clara inteligencia había escuchado la voz de la belleza. Quería crearla, responder a todo lo que había recibido. Bebía en todas las esperanzas y había creído, trabajado por los ideales de reforma del rey Fernando IV. Siguiendo la senda de la inquietud pasó al bando republicano con los vientos de la revolución que quería acabar con los privilegios que se perdían en la noche del tiempo perpetuándose como injusticias o costumbres para sobrevivir.
Ella, Eleonora, era aquella idea y la historia suya. Bajo el uniforme caminaba incómoda y encorvada. Nada llevaba, todo iba dentro de ella. En voz baja hablaba en confidencia con su hijo muerto repitiendo los versos que un día le dedicó. Y su hijo era su historia, su vida, las palabras encendidas que escribía en el periódico mientras el rey, aquél que tan bien había conocido, se refugiaba en Palermo con su corte.
Antes del alba un piquete de soldados borbónicos nos cerró el paso. Nos llevaron primero a la cárcel de la Vicaria a toda prisa, sin miramientos. Allí nos hicieron esperar el alba en el patio. Un soldado, con las primeras luces la descubrió y se llevaron. No supe más de ella. A mí, por la tarde, tras ver mi extraño aspecto y revisar mi diario, me echaron fuera de malos modos.
Unos días después la volví a ver. Estaba subida en la tarima del patíbulo. Al principio no la reconocí con aquel vestido roto y sin color, sucia y demacrada. No le habían concedido la muerte dedicada a los nobles sino la más infame de la horca. Sin el único privilegio de humanidad, sin dignidad quedó colgada mientras la gente disfrutaba del espectáculo.
Un nudo ató mi garganta uniendo mi silencio al suyo en medio de la algarabía. Su silencio no me había asustando sino aquel ruido que ahogaba cualquier palabra. Salí corriendo de la plaza. A los dos días estaba en Roma. Al fin y al cabo nadie conocía mi origen ni mis ideas, lejano viajero al margen de la historia humana. Quería ver la casa en la que nació, muy cerca de otro puerto, el de Ripetta. Unos niños jugaban en la calle con un aro y a cada vuelta otra historia comenzaba, giraba, buscaba por las calles del tiempo otros puertos en los que, quizás, embarcar en la nave de la Historia hacia una tierra en donde, tal vez, las palabras se puedan al fin escuchar.'

Hoy Eneas, en su cuarto día de viaje, había empezado el día leyendo el diario. Al saludar a Marta en el patio, aquella mañana, no pudo dejar de pensar en aquella niña que dejaba Roma con 10 años. Quería descubrir su recuerdo en la ciudad y lo que tendría que nacer de ese recuerdo como en cada etapa de su viaje en Roma.