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sábado, 31 de mayo de 2014

Despiadada


En Via della Gatta, saludando al felino de piedra que tranquilamente dormita en la cornisa de la parte posterior de palazzo Grazioli, nos paramos un rato para tomar un café en un precioso bar al otro lado de la calle. Parece que el bar participa de la elegante suntuosidad, para nada afectada sino cuidada y elaborada por los siglos, de la Galleria Doria-Pamphilj que está situada en los pisos superiores. Milagros, bibliotecaria del Instituto Cervantes, con su mirada pilla y atenta, me habla de su vida romana a pocos meses de regresar a su querida Zaragoza. Y me dice: “Roma es una ciudad despiadada”. Luego, seguimos nuestro itinerario disfrutando de otros lugares de la cultura española en Roma, pero su frase se me ha quedado grabada.

Yo siempre he pensado que Roma es una ciudad de ‘piedad’, como escribí hace poco refiriéndome a mi última visita a la Galleria Borghese. Sus contradicciones, sus miserias, hacen comprensibles e incluso disculpables las nuestras y nos ponen ante esa ‘pietas’, esa aceptación de la historia y de la propia historia. Y no entendía cómo Roma podía ser despiadada.
Pocos días después, en el patio de S. Carlo alle Quattro Fontane esperando a Vicente, un joven cura vasco superior de los trinitarios que allí tienen desde hace siglos su casa, su patio, su iglesia, sentado a la sombra de los naranjos mientras varios gatos ronroneaban al sol rodeados de pequeñas fresas silvestres seguía pareciéndome increíble y exagerado calificar a Roma como ‘despiadada’. ¡Qué bien se estaba allí! Y, sin embargo, la Roma de Milagros era de otra forma, y quizás había visto un rostro que yo desconocía ¿Cuál era? Recordé que ella me hablaba de los muchos lugares, propuestas, itinerarios, historias que la ciudad contenía como un mundo inabarcable y que tenía que abandonar. Ciudad despiadada, ilimitada, titánica porque no te permite ni el reposo ni el conocimiento que siempre es com-prender.
Un piano tiene 88 teclas y, a parte de la similitud entre el 8 y el símbolo del infinito, no hay nada de más concreto, limitado y a mano, que las teclas de un piano. Gracias a su limitación podemos disfrutar con una infinita variedad de posibilidades que nacen del arte, de esa genialidad llamada música. Notas y teclas limitadas que permiten infinidad de composiciones. Pienso entonces que Roma es un piano con cientos, miles de teclas, un abecedario incalculable... y la veo, ahora sí, despiadada. En la tranquilidad del patio, pensando en la increíble variedad de lugares-teclas de Roma, me siento incapaz de abarcarla, de abrazarla como quisiera, de componer una pieza con inicio y fin, condenado a la impiedad que destila lo que no podemos com-prender. En ese sentido nada hay más despiadado de la Piedad de Michelangelo, piedra de toque de la muerte que no conseguimos dominar y queda siempre como el límite tangible de nuestros anhelos.
Esa ciudad que como compañera está tendida a mi lado desde hace 15 años, por primera vez se me presenta como una mujer fatal que esconde una historia y un cuerpo que seguirá celando misterios. Nunca seremos conquistadores sino conquistados. Esquiva y despiadada, juega como los gatos, concediéndose y apartándose.
Absorto con mis pensamientos, mis ojos ven sin mirar. Están fijos en un pequeño muro que delimita el sendero entre los naranjos. De repente, me doy cuenta de lo que está pasando ante mi mirada. Una pequeña araña da vueltas rapidísima entorno a una hormiga dejando, como una estela invisible, hilos que la atrapan. La hormiga intenta salir de ese círculo invisible luchando contra su destino. Yo permanezco en mi trono olímpico contemplando la tragedia vital de esos seres en una lucha heroica por sobrevivir: mors tua, vita mea, también en Roma.
Gira, gira, gira la araña conquistando su presa que ya casi no tiene espacio. De una grieta en el muro salen otras 2, luego 3, 4 hormigas que con movimientos nerviosos se acercan hasta el campo de batalla. Empiezan a dar fastidio a la araña que se distrae de su fiebre danzarina. Al final, la araña, hastiada de tanto incordio y quizás ya dudando de si su pequeña presa vale la pena, se va de puntillas, casi volando, araña de pies alados. La hormiga prisionera, viendo su prisión sin guardián, se anima y las otras desde fuera contribuyen a destruir con pequeños mordiscos la invisible prisión de sutiles hilos. Al final, como una explosión de júbilo se reunen y empiezan una danza goliárdica de puro placer vital mientras la acompañan hasta su grieta-refugio, en una muda alegría que me conmueve.
Roma también es capaz de atraparte y devorarte, inmovilizándote con sutiles hilos. Roma, teclado de interminables blancas y negras, danzarina de mil vueltas que embriagan hasta un éxtasis que te agota, derviche que mendiga ante ti conduciéndote en cada vuelta a un mareo de sensaciones.
Poco después, siguiendo a Vicente, subo por la escalera elicoidal del Borromini hasta la maravillosa biblioteca de los trinitarios. Curvas que van ascendiendo y que parecen no tener fin. San Carlino, tan pequeño y con tantos secretos en sus juegos de cóncavos y convexos, un rincón donde descubrir también la despiadada realidad que va más allá de la línea recta. Curvas y arco que mantienen incluso ese cuerpo lineal de maderas y libros que parece contener todos los intentos por entender algo de lo que somos, de lo que Roma es.

Acepto mi poquedad y el juego de esta Roma, sabiendo que durante este tiempo mío me encontraré con Vicente, Javier, Milagros, Aarón, Isabel... entrando gracias a ellos, con ellos, en tantas grietas abiertas en la historia, como esta borrominiana, en donde encontrar refugio.