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jueves, 9 de junio de 2016

Úrsula o la pazza gioia

Ayer antes de la tormenta nos tomamos una tónica.
Ayer sentados en la mesa de siempre me contaste tu viaje a Nápoles, me hablaste de la gran sala dedicada al último cuadro de Caravaggio, de aquella Santa Úrsula que te esperaba con su dolor y su fuerza, en pie mientras recibe la herida mortal.

El cielo pulcrísimo de hace unos días y esta ciudad en silencio conmocionado fueron la sala del martirio de otra mujer, Sara, siempre a manos de un hombre que decía quererla.
Ayer mientras hablabas del palacio Zevallos de Nápoles, imaginaba once mil vírgenes formando un extrañon ejército de caminantes sin más armas que su belleza y la fuerza de una decisión. Poco me importa que en realidad hayan sido unas cuantas chicas martirizadas a 11 millas de Colonia. Hay una larguísima procesión de mujeres, once mil y más, que escapan, que viajan peregrinas hasta la propia Roma, para no doblegarse a voluntades de dominio con máscara de amor. Roma es una meta preciosa o metáfora de una meta, Espérides o Edén, en donde todos deberían poder leer al revés su nombre: Amor. Pero esta es otra Roma, pues en estos días, en una noche, bajamos en ella hasta el último rincón del último círculo infernal de la mano de la más diabólica locura de quien no tiene más fuerza que la de aniquilar la vida al no poder conquistar la voluntad.
Ayer, justo antes de la tormenta, imaginaba la locura de esta chica en las islas británicas que por mantener su decisión de no casarse y sabiendo que esto sería pretexto para una guerra, inicia su peregrinaje atravesando Europa. No sé por qué o sí lo sé, pero reconocí dos mujeres que, sorteando siglos, en el mismo camino la acompañaban: Beatrice y Donatella, las dos mujeres protagonistas de la última película de Paolo Virzì. Una ‘pazza gioia’, una alegría loca o locura de alegría, ante una vida que tiene un manantial de dolor en forma de hombre que las usa y tira. Su historia no es inconsciencia sino fuga, un último remedio para encontrar juntas un lugar nuevo construido por ellas con cemento de complicidad y risa, un caminar perdidas para tener una casa donde vivir con sus locuras, miedos, historias y dolores. Dos mujeres, dos amigas, que se unen a las once mil, y acompañan a Sara, una más de aquellas que se encontraron solas ante su asesino.
La fuerza de Úrsula en el siglo IV, de su viaje, de su resistencia ante Atila -encarnación de la violencia, que la mata al no poder poseerla- ilumina la sala, la noche en via della Magliana en Roma, la tarde antes de la tormenta y las palabras de Hildegarda convertidas en música dedicada a ella. Norte y sur unidos por estas mujeres.
Ayer, solos antes de que nos echaran para cerrar, Hildegarda de Bingen hacía oír su voz poética, enamorada, valiente, deseosa de belleza, interesada a todas las maravillas de un mundo que la ilusionaba a inicios del s. XII. Nada la dejaba indiferente en su curiosidad y maravilla: medicina, música, literatura, pintura, filosofía, con la locura de quien se entrega con pasión a seguir la hermosura. Algunos se escandalizaban porque su alegría y libertad daba envidia. Y la envidia, como bien sabes, entristece como nubarrones. Oímos el primer trueno y gruesas gotas querían herir la tierra.
Ayer no queríamos decirnos ciao, cuando el tiempo pasó a nuestro lado como un remolino de polvo y polen. El tiempo se nos fue y entre nuestras manos quedó su herida. Úrsula luminosa como la luna, ya un cuerpo celeste, sorprendida en el lado oscuro de la vida, contemplando su pecho hendido del que parece surgir de nuevo sangre y agua. 75 años antes de que Caravaggio pintase este cuadro, Angela Merici, tras un largo peregrinaje hasta Jerusalén, escogió a esta mujer como inspiración para su proyecto de educación dedicado a las chicas jóvenes. Y así nacieron las ‘ursulinas’ y Úrsula -¿quién se lo habría dicho?- pasó a ser patrona de las maestras, de las que tienen el coraje de guiar once mil chicas en un peregrinaje por la vida.
Ayer, ya demasiado tarde, por tus palabras volvió a abrirse la herida de Úrsula, Sara, Beatrice, Donatella y Angela. Entré contigo en aquella sala del palacio Zevallos y no dejó de sorprenderme cómo Caravaggio imaginó al terrible Atila como un hombrecillo de expresión apenada, un paisano entrado en años, ajado, que bien pudiera ser cualquier vecino del barrio o del pueblo. Alguien que no sólo no asusta sino que a veces no notas al pasar a tu lado. Le quité la armadura y me di cuenta de que Atila no era nada de especial sin ese arco: basta poco para poder, en la más cruel de las injusticias, destruir lo que no se posee. Gigantesco daño con mísero acto. Miré las manos de Úrsula y podían ser las de una madre amamantando, modelo para una representación de la caridad, médico que reconoce y cura, compositora que desentraña un cuerpo de innumerables teclas, testigo de que la libertad se aferra a la vida mientras en pie contempla como se va.
Ayer volví a casa con paso lento, como quien vuelve de madrugada deseando que el sueño haga decantar las emociones y los sentidos. Ayer disfruté de una ‘pazza gioia’ al saber que sólo el querer que no nos deja a solas con nuestras miserias, que va más allá de la posesión y el interés, es capaz de guiar dos u once mil doncellas hasta donde quieran.