La decisión de ir ha sido un momento de
lucha y de victoria. Siempre hay que elegir, sobre todo en Roma.
Desplazándome en bicicleta he llegado pronto. La presentación del libro iniciará aún
dentro de un cuarto de hora, al menos oficialmente.
La gran escalinata,
amplia, en un espacio de altísimos techos me invita a considerar qué grandes
son los caminos a recorrer antes de poder entrar en las salas de esta casa. Es
un espacio hecho para pasar por él con calma, notando el tiempo, no sólo por la
subida, sino por la monumentalidad de este último trecho antes de entrar. Es
una escalinata perfecta para indicarme que ya estoy dentro pero sólo detrás de
una fachada. Siempre hay algo más y, en todo caso, siempre soy pequeño.
Tras el último
peldaño me encuentro con dos grandes estatuas policromadas de S. Pedro y S.
Pablo que custodian como dos anfitriones
la antesala de una única puerta, ya entreabierta hacia una gran sala.
Sin embargo,
antes de entrar noto la extraña llamada de la curiosidad. Entre las dos
imágenes se encuentra un antiguo sarcófago romano. La verdad es que en Roma
encontrar sarcófagos romanos no es nada extraño: convertidos en fuentes o
incluso en maceteros, reutilizados en iglesias, expuestos en los museos como
auténticas joyas de la escultura clásica en sus diversas épocas. Al principio
me emocionaba apoyarme en alguno a la hora de acercarme al chorro de agua
fresca o acariciarlo al entrar o salir de alguna iglesia. Sentir esa piedra
casi de piel por el contacto con tantas manos que le transmitieron su roce.
Ahora, mis manos, como en un amor que ha dejado la enamorada sorpresa, se posan
sin estupor pero con un consciente saber.
¿Qué motivo de amante
predilección lo habría colocado allí, como anfitrión principal, entre San Pedro
y San Pablo, custodios de esta entrada?
Tras la ascensión,
en este vestíbulo, antes de acceder a las salas y habitaciones, miro con
atención lo que antes sólo había visto. Unos niños luchan en un combate a
puñetazos. Púgiles que podrían ser cupidos regordetes. Uno lleva una palma de
la victoria, otro tiene los brazos en alto. Al morir, como al nacer, ¡siempre
somos tan pequeños! Desnudos y luchando por la vida que llega o va: una palma,
unos vestidos apoyados, la exultación y los lamentos. Siempre niños, siempre
pequeños, en lucha donde cada momento es victoria o derrota, incluso en un
final que podría ser un principio.
La gente iba llegando y empezaban los rumores de
saludos y conversaciones. En silencio, los niños continuaban su lucha en este
ingreso. Qué contradicción y misterio. Ellos unen dos extremos: sus cuerpos de
niños regordetes retozaban como emisarios de Dionisio, como pequeños amores que
hablan de las esperanzas de la vida; su lucha recuerda fatigas, dolores y
derrotas. Abandonando la amplia antesala de la Embajada, sus voces imaginadas
me han acompañado al cruzar el umbral de aquella puerta entrando una vez más en
el tiempo, como un parto, con una mezcla de alegría y dolor.