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martes, 13 de mayo de 2014

Mayo en Roma

Las carreras de las golondrinas en la mañana llena de luz tras una noche de lluvia intensa. Las largas jornadas de mil matices que anuncian la irrupción de un tiempo nuevo. El brotar de nuevas fragancias y colores, el pleno y enjundioso verde de las hojas nuevas y la hierba que invanden los viales y los rincones queriendo ocuparlo todo con su vitalidad. Todo ello en un tiempo dedicado a las prestaciones, a la necesidad de producir resultados evaluables o a evaluar los resultados como medida de tantos esfuerzos. Mayo y junio son meses que tensan a los que viven el final de los cursos académicos, actores y tramoyistas ante una gran representación. Meses que desaparecen haciendo mutis tras la luz del flexo, de la biblioteca, del estudio, para luego dejarnos ya en la certeza del cambio acaecido.
Mayo es un tiempo de agitación y frenesí, de vida hiperactiva donde la contemplación tiene que ceder el paso -el deber llama- a las múltiples solicitaciones que exigen una respuesta. “Responsabilidad” resuena como único nombre de mi lista de asuntos pendientes.
Quizás, en alguno de nuestros desplazamientos con prisa, nos demos cuenta de la reja cubierta de pequeñas rosas silvestres florecidas como dulces girones de nata que se degustan a cucharadas de aire cálido. Quizás notemos los jazmines repletos de hojas de un verde luminoso mientras sus pequeñas lanzas blancas se ponen en el ristre de los barrotes rozándonos la piel. Pero ni siquiera estas fugaces incursiones del mayo romano consiguen hacernos llegar la invitación anunciante escrita en la luz de algún rayo de sol. Ni siquiera la noche se convierte en lugar del descanso o del encuentro.
De todas formas, en medio del ir-y-venir y de la búsqueda de atajos para llegar antes, hay veces en que es tal la fuerza centrípeta de un lugar que me empieza a atraer con la sensación de una liviana e inexplicable gravedad haciendo de mi andar una órbita... y que no me vaya por la tangente.
Un agujero blanco me atrapó en la olvidada via degli Artisti. Nada más y nada menos que la calle de los Artistas en Roma. Una calle sin los caballetes de la cercana Trinità dei Monti, sin gente que pasea viendo escaparates, sin las tiendas de anticuarios de via dei Coronari, sin talleres de pintura ni de orfebres o bisutería. Una calle más bien estrecha, en subida, de las que simplemente recorres para llegar más allá de ella y quizás lo antes posible. Cierto, toda esta zona en torno a Piazza di Spagna está llena de recuerdos y presencia de artistas, como casi toda la ciudad. Pero esta calle no es nada especial, es un recuerdo dedicado a los artistas sin nombres propios, sin placas ¿quién se acuerda de los pintores nazarenos que aquí vivieron y dan nombre a la calle? No tiene la placentera, misteriosa y cinematográfica superficie de via Margutta, asociada a grandes pintores y academias. Una calle de artistas que no sabe de serlo, como una parábola de la perenne lucha entre gratuidad y necesidad.

Tras una reja se abre el único jardín de una zona famosa en otros tiempos por alojar piezas de la más hermosa naturaleza en la villa de Lucullo. En esta mañana, en esta calle, ese jardín y una blanca fachada son la única andanada de sol que estalla justo ante la hendidura de una calle-escalinata, silenciosa y poco frecuentada, que desciende hacia Via Veneto.
Es una de las calles que menos cuenta, que menos aparece en las guías, sin grandes restaurantes, ni hoteles, sin tráfico ni carteles. Lo que no aparece, lo que no es famoso, no existe. Las horas de estudio de las que son testigos los libros y quizás alguna bibliotecaria, no son nada sino están en la red, quizás expuestas como un mudo monólogo interior en algún vídeo. No sé si también esta intimidad del estudio, de la propia dedicación al trabajo, el momento de la inspiración o de la frustrante vastidad de la materia, se han de convertir en objeto público para tener derecho a existir. Ya no es un cuadro, una escultura, un edificio, una novela, el objeto de contemplación y meditación: ahora es el proceso el que obtiene espectativas y espectáculo. Una vez vendido el proceso la obra final será una mera consecuencia.
En un contexto riquísimo de lugares, tantos y famosos, este jardín, esta fachada blanca, esta iglesia dedicada a S. Isidoro, el Isidro patrón de Madrid, pasan completamente inobservados. Como las naciones, los eventos, las personas, que entre el cúmulo de cascotes de guerras, el polvo del olvido, el brillo de fabulosos tesoros y las ruinas de la ignorancia, han ido quedado desplazados a un tiempo de pequeña historia y sin crónica. La fama, siempre caprichosa y no siempre unida a la gloria, era un salto hacia una cierta eternidad, al menos tanta como inmortal era la obra y la memoria tangible. Ahora parece un sinónimo –aún más etéreo- de nuestra breve existencia. ¿Habrá algo que nos haga ir más allá?
Quizás rebuscando en lo más escondido que sigue existiendo, precisamente por ser lo común a esa eterna historia nunca escrita, podamos encontrarnos a gusto, con un poco de esa calma que parece se nos concede cuando saboreamos algo que es de verdad. 

La historia de este San Isidro respresentado en una pose y figura poco habitual para un hispánico en el cuadro del altar; las vicisitudes del franciscano irlandés Wadding que re-fundó la iglesia poniendo a S. Patricio junto a S. Isidro; la pequeña y maravillosa capilla barroca dedicada a la Inmaculada con la maestría de Maratta y Bernini. Quizás allí, entre memorias tumbales que nos llevan a los mares del norte y nos traen brumas que nieblan la vista, oigamos el destello satisfecho de esa vida que va creciendo en la oscuridad del trabajo y las mil ocupaciones que van ocupando nuestro tiempo al parecer ocultándonos y ocultando la luz de mayo. También en mayo llueve y tal vez por ello la historia no se vuelve árida, es más, riega las raíces que crecen, sustentan y dan nutrimento sin ser vistas.