Las carreras de las golondrinas en
la mañana llena de luz tras una noche de lluvia intensa. Las largas jornadas de
mil matices que anuncian la irrupción de un tiempo nuevo. El brotar de nuevas
fragancias y colores, el pleno y enjundioso verde de las hojas nuevas y la
hierba que invanden los viales y los rincones queriendo ocuparlo todo con su
vitalidad. Todo ello en un tiempo dedicado a las prestaciones, a la necesidad
de producir resultados evaluables o a evaluar los resultados como medida de
tantos esfuerzos. Mayo y junio son meses que tensan a los que viven el final de
los cursos académicos, actores y tramoyistas ante una gran representación. Meses
que desaparecen haciendo mutis tras la luz del flexo, de la biblioteca, del
estudio, para luego dejarnos ya en la certeza del cambio acaecido.
Mayo es un tiempo de agitación y
frenesí, de vida hiperactiva donde la contemplación tiene que ceder el paso -el
deber llama- a las múltiples solicitaciones que exigen una respuesta. “Responsabilidad”
resuena como único nombre de mi lista de asuntos pendientes.
Quizás, en alguno de nuestros desplazamientos
con prisa, nos demos cuenta de la reja cubierta de pequeñas rosas silvestres
florecidas como dulces girones de nata que se degustan a cucharadas de aire cálido. Quizás notemos
los jazmines repletos de hojas de un verde luminoso mientras sus pequeñas
lanzas blancas se ponen en el ristre de los barrotes rozándonos la piel. Pero
ni siquiera estas fugaces incursiones del mayo romano consiguen hacernos llegar
la invitación anunciante escrita en la luz de algún rayo de sol. Ni siquiera la
noche se convierte en lugar del descanso o del encuentro.
De todas formas, en medio del ir-y-venir y de la búsqueda de atajos para llegar antes, hay veces en que es tal
la fuerza centrípeta de un lugar que me empieza a atraer con la sensación de
una liviana e inexplicable gravedad haciendo de mi andar una órbita... y que no me
vaya por la tangente.
Un agujero blanco me atrapó en
la olvidada via degli Artisti. Nada más y nada menos que la calle de los
Artistas en Roma. Una calle sin los caballetes de la cercana Trinità dei Monti,
sin gente que pasea viendo escaparates, sin las tiendas de anticuarios de via
dei Coronari, sin talleres de pintura ni de orfebres o bisutería. Una calle más
bien estrecha, en subida, de las que simplemente recorres para llegar más allá
de ella y quizás lo antes posible. Cierto, toda esta zona en torno a Piazza di
Spagna está llena de recuerdos y presencia de artistas, como casi toda la
ciudad. Pero esta calle no es nada especial, es un recuerdo dedicado a los
artistas sin nombres propios, sin placas ¿quién se acuerda de los pintores nazarenos que aquí vivieron y dan nombre a la calle? No tiene la placentera, misteriosa y
cinematográfica superficie de via Margutta, asociada a grandes pintores y
academias. Una calle de artistas que no sabe de serlo, como una parábola de la perenne lucha entre gratuidad y necesidad.
Tras una reja se abre el único
jardín de una zona famosa en otros tiempos por alojar piezas de la más hermosa
naturaleza en la villa de Lucullo. En esta mañana, en esta calle, ese jardín y
una blanca fachada son la única andanada de sol que estalla justo ante la
hendidura de una calle-escalinata, silenciosa y poco frecuentada, que desciende
hacia Via Veneto.
Es una de las calles que menos
cuenta, que menos aparece en las guías, sin grandes restaurantes, ni hoteles,
sin tráfico ni carteles. Lo que no aparece, lo que no es famoso, no existe. Las
horas de estudio de las que son testigos los libros y quizás alguna
bibliotecaria, no son nada sino están en la red, quizás expuestas como un mudo
monólogo interior en algún vídeo. No sé si también esta intimidad del estudio,
de la propia dedicación al trabajo, el momento de la inspiración o de la
frustrante vastidad de la materia, se han de convertir en objeto público para
tener derecho a existir. Ya no es un cuadro, una escultura, un edificio, una
novela, el objeto de contemplación y meditación: ahora es el proceso el que
obtiene espectativas y espectáculo. Una vez vendido el proceso la obra final
será una mera consecuencia.
En un contexto riquísimo de
lugares, tantos y famosos, este jardín, esta fachada blanca, esta iglesia
dedicada a S. Isidoro, el Isidro patrón de Madrid, pasan completamente
inobservados. Como las naciones, los eventos, las personas, que entre el cúmulo
de cascotes de guerras, el polvo del olvido, el brillo de fabulosos tesoros y
las ruinas de la ignorancia, han ido quedado desplazados a un tiempo de pequeña
historia y sin crónica. La fama, siempre caprichosa y no siempre unida a la
gloria, era un salto hacia una cierta eternidad, al menos tanta como inmortal
era la obra y la memoria tangible. Ahora parece un sinónimo –aún más etéreo- de
nuestra breve existencia. ¿Habrá algo que nos haga ir más allá?
Quizás rebuscando en lo más
escondido que sigue existiendo, precisamente por ser lo común a esa eterna
historia nunca escrita, podamos encontrarnos a gusto, con un poco de esa calma
que parece se nos concede cuando saboreamos algo que es de verdad.