Mostrando entradas con la etiqueta via del babuino. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta via del babuino. Mostrar todas las entradas

viernes, 26 de octubre de 2012

Artistas, pobres artistas


La combinación que no acumulación de pequeños placeres en un acorde no estridente es una música de fondo entorno a una fea estatua denominada ‘babuino’.
Un domingo por la mañana, Eneas, recorriendo con calma el breve rectilíneo entre Piazza di Spagna y Piazza del Popolo levantaba sus ojos al límpido cielo otoñal recorriendo las fachadas con sus ojos curiosos. Por encima de las tiendas de más glamour vio una placa que recordaba el nacimiento de Trilussa, famoso poeta romanesco, prometiéndose comprar algún libro que le hiciera participar del lenguaje y forma de pensar de este poeta y su época. Alegre con la promesa de este viaje literario atrevesó la calle para caminar al sol de la tibia mañana. Al otro lado de la calle otra placa le recordaba que allí enfrente vivió Richard Wagner. Música de valkirias a la carga en la imaginación le llevó a paisajes nevados y navegantes intrépidos, otro viaje que se unía al suyo propio desde las lejanas tierras del norte. Recordó los pasos de Assur, un personaje que había encontrado en una maravillosa novela, y no necesitó nada más para quedarse inmóvil con sus ensoñaciones y recuerdos, reviviendo junto con la música, imágenes que había construido sobre tantas leyendas y palabras.

No sé cuánto tiempo estuve viajando de la mano de Wagner y su música. El tiempo es un extraño reloj que mide movimientos independientes de la imaginación. Ella corre veloz siguiendo extraños caminos que van desde los fiordos noruegos a Groenlandia pasando por incursiones en las tierras de Jacobsland. Un viaje de años que puede condensarse en unos compases de música mientras los ojos contemplan una simple placa de piedra que, como un billete gratuito hacia otro mundo de sueños e imágenes, me permite navegar con la compañía de tantos personajes. Pobres artistas que a cambio de mi tiempo me han dejado estos mundos a los que volver y en donde poder explayarme.
Pobres artistas porque nadie les contrataría para crear estos viajes, para organizar una empresa boyante que vendiera paquetes turísticos, para resolver los problemas de la deuda nacional o la venta de inmuebles que nadie quiere comprar. Ni siquiera tienen una renta sobre la que gravar impuestos o una sólida idea empresarial sobre la que dar esperanzas de ocupación. Maldición de letras, colores, formas y sonidos inútiles que sólo hacen pasar el tiempo en un modo improductivo recordando que la vida en el fondo, fondo, es un regalo.
En ese momento, una frase de una película que vio recientemente junto a la pequeña Marta le recordó el orgullo casi digno de compasión de un emigrante griego en Estados Unidos: ‘Cuando mis antepasados discutían de filosofía y política los tuyos estaban aún bajando de los árboles’. Extraños vasos comunicantes de la historia hacen fluir el tiempo y los logros de una parte a otra del planeta, de la misma historia. No se sabe donde irá esa extraña energía que como un fluido recorre las eras y los pueblos. Lo que es seguro es que sin la comunicación, sin el contacto, si se produce un hiato, ese río se interrumpiría buscando otros derroteros. ¿Qué sería de los romanos sin esa cultura griega, del renacimiento carolingio sin la recuperación de ambos, de la sabiduría árabe sin sus manos que abrazaban la Persia y la lejana Hispania?
En esas calles donde un tiempo estuvo el colegio griego y ahora se sigue hablando en esa lengua en la iglesia de S. Atanasio, letras antiguas para monótonos himnos de graves voces con tiempos que dejan de lado cualquier prisa. La calle quiere convertirse en un remanso que acoge por igual la fuente del babuino, el café en un antiguo taller de los escultores Canova y Tadolini y la sobria fachada que recuerda al Agios Atanasios.
En ese momento Eneas se sintió con ganas de reír. La posición, el rostro, la textura del fauno-bauino en ese rincón de la ciudad, las grandes patas del caballo de yeso que querían salir del estudio café, su pequeña efigie reflejada en la puerta de entrada se le antojó de lo más cómico y prosaico. Todo ello tan pequeño, normal y al mismo tiempo desproporcionado, le produjo una sonrisa, como si contemplara una vieja caja de latón con recuerdos de un antepasado. Una sonrisa tierna, comprensiva y de autoironía sobre los caprichos del tiempo que conserva cachivaches a veces de un valor simbólico más grande que tantas obras impresionantes. Abrió su viejo diario y junto a las anotaciones de otros viajeros en otras épocas apuntó el lugar y una frase que le vino a la memoria: ‘Felices los que se ríen de sí mismos porque nunca dejarán de divertirse’.