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viernes, 21 de octubre de 2011

Aldobrandini

‘Primero llegar, luego ver, decidirme a escribir lo que veo y para que no deje de ser primero en ese momento y luego en quien lo lee’ Eneas leyó en el diario de aquel lejano viaje el motivo de aquel relato que en el fondo era la causa del suyo. Quizás aquellas palabras sólo tengan sentido para él, sólo él las conocerá, pero no fueron una traición al tiempo ni a los lugares ni a las personas. Era tiempo que se iba más allá del tiempo al finalizar cada renglón. En cada punto y a parte estaba un nuevo peldaño de una escalera inútil e invisible como la del sueño de Jacob pero absolutamente cierta, más cierta que el duro suelo y seguramente tan importante.
Eneas soñaba, sentía, pensaba mientras descansaba sentado en un banco, en lo que le pareció un jardín refugio. Tras la subida del Grillo se encontró ante el caos de tráfico de Largo Magnanapoli en donde los coches parecían niños saliendo al patio de una escuela, persiguiéndose alrededor de una plazoleta, ignorando cualquier otra cosa del mundo: torres, fachadas, vistas. Allí estaba un muro que como una maestra severa seguía silencioso todos sus movimientos sin inmutarse... Via Nazionale se abría invitante extendida a sus anchas. Era una alfombra roja de grises adoquines en una dirección que parecía prometedora. Sin embargo, la mole del edificio de la Banca de Italia le hizo sentirse pequeñísimo. Se paró y antes de cruzar para entrar en la manzana que ocupaba este gigante de color blanco grisáceo rodeado de negros enrejados, decidió seguir esa calle como un vado. A su izquierda quedaban las rejas, un foso que separaba el castillo de las altas finanzas, sus formas clásicas aumentadas, como en una caricatura de grandeza o una intervención de cirugía plástica en la que se abunde demasiado en formas y volúmenes. A la derecha, otra reja, esta vez más endeble y descuida. Detrás de ella, ruinas de antiguos ladrillos que se escalonaban por una especie de colina. Ladrillos, arcos más o menos en pie, piedras y malta, jardines que parecían sustituir la fachada de un edificio que allí debería estar como carne de su piel de muro. Fue una sorpresa, como descubrir la espalda desnuda de aquella maestra que parecía tan severa y entró de puntillas con la emoción de quien quiere dar una sorpresa o hacer unas cosquillas en la nuca.
Al pasar por Largo Magnanapoli sólo había notado un alto muro calentado por los rayos del sol que ya cambinaba hacia el oeste. Ahora, en la penumbra del jardín, con el sol que se colaba entre las encinas, apreciaba este pequeño espacio alado como una oasis en forma de terraza, elevado sobre el río del tráfico, en una espesura inescrutable para los miles de ojos prendidos en las tiendas de sus riberas. En ese momento las notó: las altas palmeras con sus movimientos flexibles, con un balanceo leve de concesión y conquista mientras una torre inclinada quería imitarlas sin poder volver atrás.
¡Cuántas cosas vemos sin darnos cuenta! El viento parecía remover las ramas de las encinas como el soplo de un gigante, del gigante blaquecino que quedaba a su espalda. Escondido en su sombra Eneas se vio descubridor de un mundo destinado a sus ojos. El ruido de la ciudad eran palabras ya conocidas, que todos oían sin prestar atención. Sin emabargo, allí se sentía acariciado por la ciudad, por el viaje, al ver que había palabras para él, sonidos que le parecían música compuesta para él, un espacio que lo esperaba: una caricia. La ciudad se percató de su presencia cuando la vio como nadie la había visto antes.
Sabía que se había alzado. Su medida era ahora la de las altas palmeras, del jardín elevado, de la ciudad que en un nombre cantarín y complejo como Aldobrandini lo llamaba.