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martes, 11 de febrero de 2014

Piedad


El agua había caído abundantemente durante toda la semana y hoy no iba a ser diferente. A las nueve de la mañana Villa Borghese ofrecía un espectáculo invernal perfecto. El olor de la tierra mojada y las hojas marchitándose; la luz que apenas atravesaba el velo gris de las nubes y el extraño silencio que permitía escuchar las gotas de lluvia.
Las salas se nos concedían con la amorosa calma de los días en que la vida dentro casa parece un tesoro encontrado entre los rincones más conocidos.
Ibamos caminando con lenta despreocupación de vagabundos, disfrutando de las historias que surgían como si las obras de arte fueran un ‘incipit’, una letra capital que en su belleza nos preanunciaba vidas e imágenes. Sabíamos que la lluvia de fuera era nuestro reloj, cadencia pausada aunque inexorable. Y seguíamos adentrándonos en ese bosque de salas. En una de ellas mi hijo me preguntó por una obra indicándomela. Es curioso como muchas veces la atención, ante la plenitud y multiplicidad de las cosas, pasa inadvertidamente ante detalles e incluso ante realidades enormes que sorprenden inmediatamente a otros. También en el espacio, como en la historia, son necesarios tantos ojos, tantas vidas que al menos en un lugar y tiempo común se den el relevo.
Y allí, ante nosotros, la historia de Eneas volvió a irrumpir con la fuerza de unos momentos dramáticos entre la destrucción de Troya y una huida enloquecida: 
"Pronto, querido padre", le dije, "súbete sobre mi cuello, yo te llevaré en mis hombros, y esta carga no me será pesada; suceda lo que suceda, común será el peligro, común la salvación para ambos. Mi tierno Iulo vendrá conmigo y mi esposa seguirá de lejos nuestros pasos. Vosotros mis criados, advertid bien esto que voy a deciros. A la salida de la ciudad hay sobre un cerro un antiguo templo de Ceres, ya abandonado, y junto a él un añoso ciprés, que la devoción de nuestros mayores ha conservado por muchos años; allí nos dirigiremos todos, yendo cada cuál por su lado. Tú, padre mío, lleva en tus manos los objetos sagrados y nuestros patrios penates; a mí que salgo de tan recias lides y de tan recientes matanzas, no me es lícito tocarlos hasta purificarme en las corrientes aguas de un río..." Dicho esto, me cubro los anchos hombros y el cuello con la piel de un rojo león, y me bajo para cargar con mi padre; el pequeño Iulo ase mi diestra y sigue a su padre con desiguales pasos; detrás viene mi esposa. Así cruzamos las oscuras calles.” (Eneida, Libro II, traducción de Eugenio Ochoa).

En los ojos de los tres personajes había tres mundos, el amante de una diosa, el pre-destinado, el primogénito de una estirpe. Bernini ha sido fiel al texto de Virgilio centrándose en las figuras masculinas y dejando a Creúsa, la esposa de Eneas, en una sombra trágica. Ella permanece en un deambular entre las sombras lúgubres de la ciudad incendiada, se queda atrás sacrificando la propia existencia. Su desaparición de la historia pasa a ser un signo y holocausto aparentemente necesario para lo que está por venir. Entrega su testigo a las sombras que no podrán hablar más de ella ni gritar las culpas ni de la Historia, ni de los dioses ni de los hombres. El por-venir de Eneas se entrelaza entonces con el de su padre y su hijo, como en esta escultura, cortando el hilo que lo legaba a la hija de Príamo y a Troya.
En esta mañana lluviosa la piedra se hace soporte, material de unidad de las tres vidas representadas. Sin embargo, el material vital que los ponía en contacto era la piedad o quizás sería mejor decir la ‘pietas – eusebeia’ pues las cosas han cambiado mucho al utilizar esta palabra.

La piedad ahora se entiende como un acto de misericordia, de empatía, como un sentimiento de compasión siempre desde lo alto hacia lo bajo. La ejerce quien tiene una situación mejor, e incluso derecho, renunciando al ejercicio de ambos para no causar daños u otorgar algún beneficio. También se puede entender en cuanto referida a las prácticas religiosas, a una devoción medida en actos de culto público o privado.

Sin embargo, para Eneas la piedad, lejos de ser un sentimiento que nos une a las desgracias de alguien, era la historia que le tocaba, y le tocaba con sus manos rugosas o los gordezuelos dedos de un niño. Una historia que llamaba a su puerta y a la que necesariamente tenía que abrir, igual de inexorable y unida involuntariamente al nacer y al morir. Por el simple hecho vivir la piedad te introducía en una sociedad, en una familia e incluso en un orden cósmico y divino. Los penates, tu padre, tu hijo, la ciudad que arde, todo está unido y forma parte de la propia historia con precisas obligaciones. La piedad era entrar en esa historia y asumirla, se situaba en el ámbito de la justicia y no en el de la caridad o el amor. La piedad era la virtud de la Historia en conflicto muchas veces con la propia historia, recordando a la libertad la contingencia del propio origen y destino, dentro de un tiempo y un espacio más grandes.

Las tres edades y sus historias, los amores de Anquises con Venus, los primeros años del pequeño Eneas con el centauro, la vida en la corte de Troya, la guerra y todo lo que vendrá con los enéades –sinónimo de romanos-, pasado y futuro, está contenido en esa piedra-piedad: cargada de recuerdos y dioses lares, flácida por los avatares del tiempo, ciega por la ira de Júpiter celoso de un mortal que había hecho perder la cabeza nada menos que a Venus; o vigorosa incluso tras la derrota, siempre dispuesta al viaje como inicio de una historia nueva, con paso firme y brazos poderosos que acogen su propia historia. Piedra-piedad cubierta con la piel de un león rojo, vestida sólo con el coraje de quien va más allá de la razón o se queda a un paso de ella.

En cierta manera, si en este mármol la piedad se hace carne no es por Bernini, sino por Creúsa, que la da a luz en aquella noche. La piedad no es la compasión de la madre ante el hijo o el marido muerto, es el aceptar en su vida o en la de los demás, una historia que va más allá del propio tiempo y que al fin te relega a las sombras. ¿Fatalismo o fuerza de la propia libertad en la entrega? ¿Maldad de los griegos, de los dioses, de Eneas, de las fortuitas circunstancias de la noche -culpables todos- o la conciencia de vivir en un tiempo, en un lugar que nunca escogemos y tan, tan limitado por mucho que vivamos?

Mi hijo aún me da la mano. Un gesto que puede parecer de niño pequeño pero que seguramente es más mío que suyo. Un gesto que me recuerda que la historia que compartimos llega hasta el tacto de sus dedos, entrelazándose con los míos.
Un poco más tarde nos paramos ante la piedad de Rubens y la piedad de Federico Zuccari. Lejos de ser sólo un tema, un estereotipo, aquella mujer, aquel hombre, dentro de su historia de dolor y de otras alegrías que ya nadie contempla, nos pasan el testigo para hacer que el tiempo no se derrame sin empapar nuestra pequeña tierra.