jueves, 31 de diciembre de 2009

Algo nuevo

Al bajar del autobús en Termini, el aire fresco de la noche y esa alegría que le recorría como un río subterráneo, le acompañaban haciendo ligeros sus pasos. Su caminar era confiado, como los niños que no se preocupan por el tráfico o la dirección cuando están cogidos de la mano. Iba mirando a los ojos a las personas con las que se cruzaba por via Giolitti. Al llegar a la piazza de Sta. Maria Maggiore se imaginó en lo alto de la columna. Y seguía sonriendo. ¡Qué pequeño era él y las pocas personas que a esa hora lo rodeaban! Se dio cuenta de la extraña ilusión en la que estaba viviendo cotidianamente: se dio cuenta de que justo un segundo antes pasaba por la plaza como si él fuera el centro del mundo, como si la plaza fuera el centro del universo, como si todo existiera porque él existía. Ahora, por un momento, le parecía estar lejos, asomándose como uno que vivía en las nubes. Cada objeto, los movimientos lentos vistos desde su altura, le sorprendían y se llenaban de matices diversos, de contrastes. Y era divertido. Muy cerca, en el foro, estaba el llamado Umbelicus Urbis cuando Roma pensaba ser el centro de un mundo eterno que abarcaba todo lo divino y humano.
Un lunático, uno que está fuera del mundo, uno que proviene del Finis Terrae: u olímpico divino o ícaro imprudente. ¡Qué grandes pretensiones tenemos en la Tierra! Como si fuera el ombligo del Universo, como si todo lo que existe dependiera de este pequeñísimo planeta y de estos seres racionales que hemos llegado en los últimos segundos de su existencia.
Ante esta inimaginable extensión de tiempo y espacio sonreía de nuevo pensando en su preocupación por el viaje, los billetes, los futuros empeños de su cargo, su pequeño gran país helado.
Embocó via Merulana y como era tarde y no había cenado entró en una pizzeria al ‘taglio’ en donde pidió un trozo de pizza y un supplí.
Seguía en ese momento atemporal... y eran ya las 12 de la noche. Junto a él una pareja de unos 50-60 años parecían también disfrutar de su propio mundo. Brindaban y escuchó un ¡Feliz día nuevo! Un beso y una mirada cómplice. Estrenaban un nuevo día, celebraban un tiempo nuevo, el suyo, en medio de este inmenso universo que continuaba girando en un tiempo inimaginable.

sábado, 31 de octubre de 2009

Y jugar por jugar

La distancia acerca a los que la comparten. A las 6 de la tarde Eneas tenía una cita con una chica que hace muchos años había conocido en el frío norte. Por casualidad había sabido que estaba en Roma y sólo ese motivo, tras tantos años, fue suficiente para volver a verse.
De lejos viene el viento, la lluvia, los temporales, sin conocer una causa, sin poder provocarlos o mandarlos. Así el recuerdo, la complicidad de los que añoran tiempos que fueron y disfrutan riendo de una complicidad unida a una lengua común, a un acento de tu pueblo, a un modo de entender lo que no se dice.
Siempre uno busca lo que no tiene. Medio feliz en cualquier parte. Y la plenitud del encuentro se convierte en una sonrisa placentera, de plenitud que ha dejado de ser esperanza para convertirse en realidad de palabras, en símbolo que recibe su otra mitad con la avidez en las miradas.
¡Qué alegría! De un rincón del alma salen danzarinas las parejas de palabras para tantos temas medio olvidados pero igualmente vivos, siempre esperando los acordes que los hagan resonar, que muevan sentimientos y haga surgir la belleza del ritmo, del movimiento apasionado.
En una mesa de un bar dentro de la Galleria Alberto Sordi, al lado de la Feltrinelli , ante una cerveza y una tónica, la alegría de estar juntos se ha alimentado con la vida que había surgido dentro de ella. Una vida fruto de la historia que se ha renovado, sin mirar atrás más que para disfrutar, como ahora, de lo que ha sido, sin dejar por eso de ser.

-Me miento tanto que me lo creo.

Verla sonreír se le contagia. El tiempo deja de existir, como un viaje a la velocidad de la luz de los recuerdos. Franqueada esa barrera cualquier frase, cualquier broma es un hilo que teje una tela de conversaciones que le arropan. Dentro de su vientre, el pequeño Roberto también tiene que sentir ese manto, esas voces que emocionan y lo transportan también a él a un mundo que lo espera, donde ya tiene un puesto en la trama. Eneas y Silvia, Roberto y Roberto, otro más para dar historia a su personaje. Y en los cuentos, mentiras que saben de serlo, no importa el lugar ni el tiempo, sino el enredo en el que caen los sentimientos, la razón y razones. Y nunca quieres que acaben.

-Así tiene que ser el cielo.
-Eres un retrógrado.

Sin porqués. Provocaciones para que cada actor siga con su parte alimentando la hoguera de las palabras. Chispas de ingenio que saltan, que van prendiendo incluso en los vestidos, por querer estar siempre más cerca. ‘Por eso en el cielo no hacen falta vestidos ni hace frío' Otra sonrisa que corre alegre chisporroteando entre las llamas. Más palabras, más leña. Nada con medida o en la norma de las conversaciones sobre el tiempo. Está consentida dejar la puerta abierta, sabiendo que el mundo quedará siempre fuera, en el frío de la espalda donde no calientan las miradas cómplices. ‘En el cielo no hay vecinos, sino amigos que se encuentran tras el viaje del tiempo.'
Ahora las palabras juegan porque no buscan otros intereses. No quieren convencer ni dominar, no se sienten obligadas a ser ingeniosas ni inteligentes, no tienen que ser ponderadas ni brillantes como medallas que hablen del personaje que las produce como en una fábrica de municiones. Juegan con cualquier cosa, incluso con las manos que vuelan entre ellas.

‘En el cielo no hay personajes sino sólo tú.'

‘Tú lo quieres todo' ¿Y quién quiere nada? La diferencia entre todo y algo es la insatisfacción, el anhelo. Un insatisfecho al que nunca basta una sonrisa, al que todo el tiempo no basta, al que un encuentro en un bar le sabe a burbujas de tónica que le pican la nariz y quisiera quedarse a cenar pero tiene que irse. Sí, Eneas quisiera tener todo y por eso, cuando en el autobús repleto vuelve a casa tras despedirse de su amiga, sonríe como un loco –incomprensible sonrisa que desata envidia y curiosidad- porque algo le dice que todo es alguien.

martes, 22 de septiembre de 2009

Cualquiera

Con una melena gris recogida en una coleta bien peinada y la camisa de grandes cuadros azules fuera del pantalón, iba y venía recorriendo el primer escalón de la escalinata de Sant'Agostino. En la mano izquierda, una bolsa-custodia de ordenador se balanceaba liviana haciendo acorde con su pierna derecha. El mentón apoyado en el pecho, parecía que su mirada observara la punta de sus enormes zapatos marrones de buen cuero.
Viéndole, Eneas pensó, sin saber bien por qué, en aquel dibujo de una boa que se había comido un elefante y que, en otro tiempo, en otra vida, un niño había dibujado.
Más allá de las cosas que la luz iluminaba ¿qué había en las sombras y en el contraluz?
La tarde, avanzando, cerraba aún más la pequeña plaza sometida a una cierta oscuridad prematura por los pisos sobreelevados.
Junto a la selva de coches aparcados la imagen de aquel hombre con la plana y clara fachada como telón de fondo, remitía a una historia más grande que el elefante e igualmente escondida en apariencia. Subiendo unas escaleras, a la derecha, una ventana iluminada dejaba ver unas antiguas estanterías de madera bajo arcos que se sólo apenas se adivinan.
Eneas entra en la iglesia. Altísimas columnas y un cielo estrellado lo cobijan. Justo a la izquierda ve una imagen reluciente de María, como una gran matrona romana y del niño Jesús regordete a su lado. Múltiples exvotos de agradecimiento, celestes y rosa, rodean las imágenes como un marco barroco. En frente, en la oscuridad, atrae la mirada de Eneas una mujer en una pose graciosa, llena de donaire. Parece que lo estaba esperando. Y así es. Junto a ella, a sus pies, recién llegadas, hay dos personas: pies sucios del camino y aún con el bastón-bordón colocado entre los brazos, apoyado en el hombro pues las manos, sólo ellas junto con la mirada devota, parecen tributar una adoración suplicante. Todo lo demás, está sacado de un callejón de cualquier esquina romana. Aquella guapísima mujer y su niño ya no están entre los delicados y colorados paisajes del renacimiento -casi un paraíso en la tierra- ni entre las nubes barrocas de una gloria confusa. Se hace mujer de nuevo, de oscuros cabellos mediterráneos, de cuerpo entero ligeramente apoyado en el dintel de una casa cualquiera sobre el que se dibuja una sombra, sombra que tantas veces habrá recibido aquella piedra y que parece grabada en ella de tan normal, sombra y dintel que comparten el centro de la escena con un descorchón en la pared igual a los de cualquier casa. En simetría con el descorchón un niño ya grandote; con la sombra, el cuerpo de la mujer. Ella mantiene el niño con desenvoltura y al mismo tiempo con la fuerza necesaria para tenerlo en brazos. El gesto de su pierna parece hablar de otros momentos en que ella, ante el portal de su casa, se para a hablar con alguna vecina, indolente y al mismo tiempo apoyando el peso del niño en su cadera. Está en su ambiente, se apoya en su dintel, espera y sostiene, con la calma de un día cualquiera, con la simple liturgia de una visita cualquiera.
¡Y dicen que aquel niño es Dios y que aquella mujer es la única persona en este mundo elegida para ser su Madre! No hay protocolos de corte ni recomendaciones. No ve, como en la corte de su padre, hombres cargados de grandes proyectos, vestidos ricamente, el relucir de metales ni el teatro de los grandes salones. No hay chamberlanes ni ceremoniales, listas, invitaciones, etiquetas ni multitud de luces centelleantes. La emperatriz vestida de brocado y coronada de joyas, es historia. Hace falta la historia, tanta, para mostrar con miles de colores y sombras lo que las cosas son, para mostrar que esa madre también era una mujer cualquiera ignorada por los ojos de príncipes, sabios, potentes...y que una mujer cualquiera podría ser esa madre.
Sin embargo, tampoco este cuadro es aquella Madre y aquel Niño. Son la parte de ellos que gracias a la historia, a su largo decorrer, se muestra en un entreacto, teniendo como escenario un dintel cualquiera, ante la humanidad peregrina espectante, ante los grupos de turistas y caminantes sin rumbo sobre una esalinata, en una ciudad que aún conserva luces y sombras con paredes descorchadas.

¿Cómo dibujaría aquel niño, colorado y grandote, las cosas que veía en esta ciudad?

jueves, 2 de julio de 2009

Palabras que nadie ha dicho


Recorriendo la antigua via de los peregrinos, Eneas llega hasta el río. Bajo el cielo azul y frío se muestra imponente, al otro lado del puente, Castel Sant'Angelo.

Le vino a la cabeza la canción de Víctor Manuel y Pablo Milanés: Blanco y Negro. Quizás por la blancura de los ángeles en la balaustra del puente. A sus pies, otros tantos vendedores negros, algunos como el carbón, brillantes bajo el sol como azabaches.

-Capo, capo. 5 euro.

Con sus pequeños pasos se adentraba en la ligera cuesta de la cabeza del puente, pasando entre los turistas en posa para la foto de rigor.

Un castillo que fue tumba, cárcel, refugio, elegante mansión, cuartel...y que ahora era un museo.

Mientras compraba la entrada, al lado de los impresionantes muros sentía una especie de vergüenza por el lugar en el que estaba, como si entrara en la casa de un viejo conocido que, tras su muerte, los herederos hubieran convertido en un salón donde poder ver los objetos de una vida que ha dejado de animarlos.

Entrando, sus muros parecían un vestido rasgado. Su cuerpo se mostraba con una inercia fría a la mirada forense. Vacío. Espacios vacíos sin la vida de los que los habían construido o reconstruido en una sucesión de avatares. Su cuerpo no se mueve con la ciudad, no siente la pasión de la vida que lo rodea. Ya no es capaz del bien y el mal propio de la historia humana. Mira y recuerda como un viejo imponente con el alma ya dormida.

Mientras subía por las rampas, anchas costuras en su vestido de piedra, recordaba el silencio lleno, la desnudez viva y acogedora, del viejo convento de Sta. Lucia in Selci que lo había envuelto en una vida traída y entregada desde hace mil años. Su maleta aún estaba sin deshacer. Una maleta llena de esperanzas que no se han deshecho. Recuerdos que sirven y ropas para mostrarse, para moverse en el teatro del mundo. Maletas que son como palabras que viajan contigo, que llevan lo único que te pertenece. No se esconden sino que contienen, reclaman la mano, la voz que las ha llenado mientras tantos las ven pasar.

Las palabras que nadie ha dicho no son los secretos o los saberes escondidos entre pocos iluminados. Las palabras que nadie ha dicho son las que se dirán, las de cada uno. Las que la vida ordinaria llenará de significados, terribles y sublimes, anodinos y estúpidos, heróicos o traidores. Las palabras necesitan la vida como un contexto, como el aire o el papel, para significar, para mover, para crear. No hay otra vida paralela para iniciados. Ya bastante complejo es vivir el misterio de la vida.

El castillo era un texto sin personajes. Sus paredes llenas de frescos, son frases en un idioma que ya nadie hablaba, al máximo alguien –estudioso de lenguas muertas- las podía leer. Un libro concluido que recobraba vida sólo en el lector, en las miles de miradas que lo escrutaban, que lo imaginaban mientras iba creciendo, se iba formando, protagonizaba historias.

De la luz intensa de un patio pasó a una sala donde una exposición recordaba el Arte Encontrado, recuperado tras un robo, desempolvado, sacado a la luz, mostrado al público sacándolo de la oscuridad de alguna mansión.

En una pared un pequeño cuadro de tonos ocres llamó su atención. Tres mujeres posaban coquetas en una sencilla desnudez de cuerpos y líneas, sin más color que el del boceto. Amigas que han salido juntas para jugar hablando blandamente.

¿Era la tenue luz del patio la que le permitía descubrir aquellas Gracias o las oscuras cámaras de los ojos en las que se formaban aquellas imágenes?

La mayor parte de su tiempo, y la mayor parte del tiempo de todas las personas que allí estaban pasaba en la oscuridad de la vida cotidiana. ¿Por qué oscuridad? ¿La luz es la de los reflectores y de la fama? Aquellas Tres Gracias, escondidas y menos famosas de otras, simple testimonio de unas jornadas de trabajo, estudio de las formas, ¿serán por ello tachadas de oscuras, irracionales, imperfectas, dignas de desaparecer? ¿Cuánto quedará a la luz de los siglos futuros? Y lo que quedará ¿no estará lleno de pequeñas pinceladas, letras que se suceden, simple materia impregnada de espíritu?

Aquel pequeño cuadro era como la carta de un amigo. Aunque otro la hubiera leído no sería igual... y no estaba hecho para ser leído por otros. Era un boceto, un intento, una esperanza hecha realidad por la voluntad de crear. Eneas se acordó del momento en que su padre le entregó el diario personal de sus antepasados que habían hecho el mismo viaje hasta Roma. Habían llenado su vida de tantas pequeñas cosas cotidianas y esas pequeñas cosas estaban llenas de vida: relación y acción.

Acariciando las viejas paredes Eneas llega hasta la terraza del Castillo. Roma se extiende ceñida por el río, como una Gracia durmiente ante los cañones oxidados por el paso del tiempo, sin el uso. El tiempo sin ser vivido se hace nada. Y sólo alumbra la vida durmiente de la esperanza si hay tiempo.

Envaina el ángel su espada. La espada de fuego que arrojó la existencia humana a los cotidianos afanes se convierte en clemencia, en conciencia de que hay perdón. Perdón para atraverse a vivir, para no esperar extrañas luces que nos alejan de las palabras que tenemos dentro, a nuestro lado, para no renunciar a cada instante esperando un momento. Degustar la belleza, su sabor, sin lamentar que tras unos instantes ese sabor pasa. Saber de ese sabor que ha sido y en alguna forma, de otra forma, será.

En el seno materno de la ciudad, en el invierno de sus calles y sus gentes que comparten los instantes sin saberlo, la historia se prepara para dar a luz cada día.

Una ráfaga de viento helado lo envuelve. El invierno gélido del dolor y la preocupación, a veces, como en la Antártida. Allí estaba él, junto a todos los que viven, como los pingüinos emperadores apiñados que protegen a sus pequeños y los alimentan cuando más imposible parece la esperanza, cuando la noche más larga cae sobre este mundo. También Roma tiene su invierno y la esperanza dentro, aunque es de noche.

Baja hasta los bastiones externos. Desde allí la cúpula de S. Pedro aparece a contraluz, oscura ante el atardecer.
Se dirige hacia las inmediaciones de piazza Navona pues ha recordado que en aquella zona, viviendo una vida apasionadamente real, alguien había intentado hacer humana, cotidiana, temporal, encarnada, palpable la luz.

miércoles, 20 de mayo de 2009

La música de Roma

Sin haber vuelto a la cama, en la madrugada, curiosamente, Eneas se sentía con la fortaleza elástica de un niño. Con andares confiados y ligeros salió de casa en el frío más agudo que anuncia el cercano amanecer. Bajó rápidamente la colina del Esquilino, pasó por los espacios abiertos de los Foros y Piazza Venecia para perderse, a buen paso, por las callejuelas entorno al Collegio Romano. Iba de una a otra con los rápidos e inconscientes movimientos de los simios, surcando esa selva de mil y una ramas. Quería sentirse vivo y era un borracho de sueño, despuntando los primeros brotes de claridad del nuevo día que tragaba con voracidad, sediento de aire fresco que bebía a bocanadas sedientas, debatiéndose por no ahogarse en un desierto de canales en piedra sin salida o meta.

Un intenso olor a café lo atrapó haciéndolo abandonar el ritmo de su carrera para entrar en un bar. Un buen cappuccino y un cornetto calmaron su estómago, demasiado vacío hasta para protestar con la punzada del hambre. Sólo entonces el frenesí de sus pasos dio paso a la voz de sus sentidos. El tintineo de las tazas sobre el viejo mármol le pareció la sonrisa de la piedra. Estaba en un bar, viejo por anclado en otra época pero, quizás por ello, quieto e impertubado. Aquel lugar había abandonado la carrera en la que participaban aparentemente todos persiguiendo o acompañando el cambio, amante celoso del tiempo. El tiempo entraba allí a tomar un café y luego lo saludaba hasta la próxima vez en que tuviera tiempo. Tampoco la señora Anna, la propietaria, tenía celos del apurado visitante. Ofrecía su refugio como una cantina donde se tomaba ‘il solito', lo de costumbre. Y no era retórica. El tiempo se tomaba una pausa sin el celoso cambio: dejaba, como un fardo, decisiones y proyectos en la memoria de Anna. Ella vertía el café como si fuera lo único que existiera en el mundo en ese momento, como si aquel personaje extraño fuera el que siempre ha sido, ‘il solito'.

-Vicolo del Gallo. Bonito nombre -pensó Eneas al salir del bar-, sobre todo a esta hora de la mañana. Seguramente el gallo ha cantado cuando el tiempo retomaba las riendas de la vida, teniendo aún el sabor del café en la boca.

Todavía tenía il tintineo de las tazas en sus oídos cuando se acercó a la gran bañera-fuente en la parte derecha de Piazza Farnese. Aún estaban encendidas las luces del piso noble, con su maravilloso artesonado dorado y sus frescos, como una caja maravillosa que deja escapar unas breves notas de música de salón convertida en canción de cuna. Cierra, niño curioso. Recorren la plaza otros pasos apresurados, un ritmo constante que está llegando a su climax para luego debilitarse apagado por la distancia, mezclándose con otros sonidos del mercado cercano. Las luces se apagan, vencidas por la claridad de la mañana. Escóndete tras la fuente, espía inocente. Ahora. Moviéndote has interrumpido el baño de aquella paloma que escapa dejando el borde de la gran bañera. A la derecha. Vuelves a surcar las calles como canales dejando la plaza. Via de Monserrato.

Eneas recupera el ritmo de paseo. A la altura de la iglesia de Monserrat que da nombre a la calle, escucha unas notas de piano. Luego, un violín que con su fina voz parece escaparse por debajo de la puerta. Extrañamente la iglesia estaba abierta y entra silenciosamente. Una mujer delgada, joven, con el pelo largo y ondulado está de pie tocando el violín. Sus manos poseen una rapidez convertida en danza por el balanceo de su cuerpo. Detrás, un piano de cola con un joven atento a la partitura, dejando que misteriosamente lo que leen sus ojos se traduzca en movimiento de sus dedos haciendo vibrar cuerdas que suenan con vocales nuevas. Un extraño periplo para una voz que está dentro y fuera.

Al inicio de la nave, a pocos pasos de la entrada en donde Eneas se ha quedado semiescondido, hay un panel con un cartel que anuncia un concierto del Sonor Ensemble para esa tarde. Danzas, rapsodia, intermezzo...títulos que son nombres de joyas, tesoros reales, que algunos compositores han encontrado y quieren mostrar: Canción de la mañana encalmada, canción de la muerte respandeciente, canción de la plenitud de la mañana. ¿Quién era este Román Alís que ha creado estas frases con voces nuevas? Cançons de la Roda del Temps que regalaban ya en sus nombres secretos arrancados al tiempo que pasaba corriendo, quizás tras haber descansado en el bar de vicolo del Gallo.

Mors tua vita mea. Roma se despertaba y poco a poco se convirtía en una ciudad en la que muchas personas no sentían las palabras, las preocupaciones, los sueños de los demás. Basta no tocarlos directamente. Y para evitar el contagio, muchos salen al nuevo día con máscaras de cera que cubren las miradas, que tapan los oídos, que atan las manos. Máscaras de actores sin papel, que no buscan autor, sin voz. Siempre con la excusa del tiempo que se va, que intentan ahorrar convencidos y engañados por los hombres grises, para enriquecer el gran banco del tiempo donde nada es suyo.

Eneas se daba cuenta de que sólo aquella música, la música que era pura relación, una voz nueva, palabra directa surgida como una fuente de bien común que nos enriquece a todos, podía lavar los rostros, derretir la cera, soltar como en un juego las ataduras que pretenden hacernos igual al tiempo: fugaz, sin poso, incomunicable, puro devenir.

En esta iglesia, en este momento, el paso de las notas deja un aroma nuevo, su secuencia se hace armonía con el alma para fecundarla en una relación que va más allá del momento. Un lugar, la ciudad, la mañana de este personaje venido desde muy lejos, se hace realmente eterna porque no se cierra en su historia o en sus intereses personales sino que se abre a la música, triste o danzarina, de los demás.

martes, 21 de abril de 2009

Blanco y rojo

Un aroma de cebollas de Tropea y alcaparras lo guió desde el patio hasta el apartamento de Armando. Marta, saliendo de sorpresa tras la puerta con un ¡Buhhh! le dio la bienvenida mientras le contaba a toda prisa lo que habían hecho hoy en la escuela y blandía en su mano un dibujo de una carpa en el estanque de Villa Borghese. Hoy habían ido de excursión a la Villa.

Eneas, tras escuchar lo que le contaba, también le dijo que tenía un regalo para ella. Había mantenido su rosa en la mano, escondida tras sus espaldas y lentamente se la mostró. Las dos eran hermosas. Se la ofreció como un regalo suyo y del vendedor de flores de aquel chiringuito cerca de Piazza Vittorio. Hablando mientras la compraba, aquel hombre le había dicho que él todos los días llevaba a su mujer una rosa blanca. Aquella se la regaló, cuando le dijo que era para una pequeña amiga. Su mujer había muerto hacía dos meses y ya no tenía a quien regalarla. Ahora sólo le venían las lágrimas pensando en todas las que querría haber regalado.

-¿Se ha muerto como la abuela? Dale este dibujo de la carpa cuando lo veas. A la abuela le gustaban mis dibujos de animales.

-Mañana se lo daré. ¿Dónde ponemos la rosa?

-Aquí. Dijo Armando. Junto a esta amapola, la primera de este año. Hoy la ha cogido Marta en la Villa.

Cenaron contándose los viajes de cada uno en la jornada.

Tras la cena Marta le pidió a Eneas una historia antes de dormir. Se lavaron los dientes siendo uno el espejo del otro. Rápidamente Marta se puso el pijama, se acostó con Rosita, su ratoncita de peluche y Eneas empezó a hablar de una tal Salonina y sus aventuras en la Corte del emperador Gallieno. Tras unos minutos, el sueño los había vencido a todos.

Durante la noche, mientras descansaba, sintió como un mareo, como la sensación de volver a alta mar en el barco que lo había traído desde el lejano norte. Se levantó tambaleante lleno de una fiebre que venía de fuera. Escuchó pasos apresurados. Desconcertado salió de la habitación. Pasó por la sala donde habían cenado. La rosa y la amapola temblaron en su recipiente mientras Armando y Marta corrían a ponerse bajo el dintel de la puerta llamándolo con la urgencia de los náufragos inminentes. No había ruidos pero todo se llenó de un aire tumultuoso que se negaba a transmitir las voces alejando las personas como el viento en una tempestad.

La rosa seguía balanceándose apoyada en el recipiente de cristal, como un péndulo que recuerda la realidad del tiempo que sigue cuando todo parece acabar.

-¿Salimos? Preguntó Marta.

-No, tranquila. Ya ha pasado. Enciende la radio para ver qué dicen.

Armando lo dijo mientras iba hacia la ventana y se asomaba como para comprobar que aquellas viejas piedras seguían en su sitio. Algunas señoras en bata y zapatillas hablaban a grandes voces en el portal de una casa unos metros más abajo del antiguo convento. La noche era oscura y fría.

En la radio la descripción era terrible. Sobre todo por los silencios, las pausas en espera de nuevas noticias pasando la línea a los periodistas del lugar.

Soledad de la tierra por el silencio tras el grito de sus entrañas.

Soledad en las cosas arrancadas de los lugares que se han convertido en silencio.

Soledad de la gente ante la vida que se va en el silencio de tantas preguntas sin respuesta.

Muda, la rosa blanca seguía balanceándose junto a la amapola. Ante la realidad de aquellos silencios su realidad hablaba del silencio de otros bienes que hacen surgir esperanzas. Junto a la mancha roja más pequeña, su belleza no era un insulto sino una llamada a no aumentar el mal, a no caer en la desesperación siguiendo en el vacío del sin sentido, perdido para siempre en una selva oscura. Ante el incomprensible silencio que resuena en la realidad contundente del desastre no hay orden cósmico, no hay destino fatídico, no hay resignación ni holocausto propiciatorio que cambie el dolor y la historia de cada persona. Sólo quedan las personas y el tiempo que esperan una respuesta en tantas rosas.

jueves, 26 de marzo de 2009

Salonina

Se acercaba la hora en que todos los gatos son pardos. Con su rosa blanca como un punto empezó el regreso hacia la casa de Armando. Para salir del gran rectángulo de Piazza Vittorio escogió la calle Carlo Alberto. El olor de las especias en una tienda marroquí era tan fuerte que parecía un sabor, fuerte y cálido, e iluminaba su imaginación con colores brillantes y cálidos. Cientos de pequeños sacos abrían sus bocas para mostrar, como tesoros de otros tiempos, de otras tierras, su precioso contenido. Casi sin darse cuenta se encontró ante una alta pared de ladrillo como una incisión en las fachadas de tono burgués y tintas claras. A la izquierda se abría una callejuela con un arco oscuro. El sonido de una fuente lo invitó a entrar en aquella penumbra sin tráfico. A su espalda dejaba miles de estorninos que hacían sus acrobacias de montaña rusa en el aire claro del ocaso sobre Piazza Vittorio.
Bebió un trago de agua fresca. Y al levantar los ojos se encontró con un viejecillo que traía un jarrón en la mano.
-Buenas tardes.
-Buenas tardes. Beba, beba. No tengo prisa. Venía a coger un poco de agua para las flores del altar de S. Modesto.
-Gracias. Ya he terminado. ¿Usted trabaja en esta iglesia?
-¿Trabajar? Sí, aunque sería mejor decir que vivo. Hace 53 años que la cuido.¿Se ha perdido? Porque poca gente pasa por esta puerta.
-¿Una puerta?
-Sí, y de las antiguas. Este arco es una parte, como la síntesis de su historia. Un poco más adelante, en el muro de un edificio en via Carlo Alberto puede ver restos de las piedras de las murallas republicanas. Por aquí se entraba en la ciudad hacia la colina del Esquilino o se salía hacia tres grandes vías.
-Ahora parece un arco que sostiene dos paredes, que no conduce más que a un callejón y al que no se llega sino por casualidad.
-Y así es una parte de Roma: sólo se llega a ella por casualidad y no te lleva a ninguna otra parte sino a ella misma, sin otros alicientes ni intereses: nada se compra aquí, no hay vistas bonitas ni bullicio de gentes, no hay obras de arte famosas sino piedras y recuerdos de gente que nadie recuerda porque no leen las piedras.
-¿Cómo se leen las piedras?
-Pues con tiempo, levantando la vista...y a estas horas con una linterna. Espere.
Al poco rato volvió ya sin su jarrón y con una linterna grande.
-La tengo siempre a mano pues cada vez la oscuridad se hace más densa por acá. Mire.
Dirige el haz de luz hacia el ático del Arco.
-Las piedras siempre hablan como una nota a pie de página, o como el índice de un libro. Esconden más de lo que dicen. Y en este caso hay un capítulo del que no sé su contenido. Cuando hablan de Marco Aurelio Vittore que ha dedicado este Arco, cuando ya había dejado de ser puerta entre la urbe y lo que estaba más allá de la protección de los dioses, para ser al máximo un recuerdo en medio de un pasillo.¿Quién sabrá algo sobre la historia de este hombre?¿Quién contará las historias que se encuentran enunciadas en este capítulo, en su nombre? Con el paso del tiempo se hace muy difícil despertar del olvido la memoria de los que han sido, incluso de los que han querido y podido dejar su nombre en piedra.
En cambio, Gallieno y Salonina han tenido la suerte de los gobernantes: protagonistas siempre de eso que llaman Historia con mayúscula.
-¡Qué nombre tan bonito y curioso! Salonina. Parece el de un castillo encantando, el de una isla cálida y misteriosa, el de una mujer de un lejano oriente mágico lleno de mil y una noches.
-Veo que para usted los nombres son algo más que un apelativo. Ellos son la verdadera puerta que queda, como este arco, siempre abierta, por la que pasamos sin darnos cuenta.
Un día le he preguntado a un profesor del Instituto Oriental que está aquí al lado, por esta Salonina. Su nombre era invitante, prometedor, una maravillosa celosía y reja de jardín perfumado. Tras una semana hemos pasado una tarde estupenda hablando de ella e incluso viendo fotos de cómo la habían representado.
-¿Y qué ha averiguado? Cuénteme.
-Con este frío y con mis años es mejor que entremos en la iglesia y nos sentemos. Está siempre cerrada, por desgracia, pero tengo las llaves y un poco de aire fresco no le hará mal.
La desnudez medieval de sus muros contrastaba con la decoración barroca del interior que se confundía con las tinieblas y las sombras. Se abría como un pequeño rectágulo con altares laterales en los que se escondían sabe Dios qué miradas asombradas ante nuestros pasos. Nos sentamos.
-La segunda mitad del s. III fue una época muy difícil en Roma: la moneda perdía valor constantemente, los asesinatos, las intrigas en Palacio y los problemas con los pueblos bárbaros hacían imposible gobernar. En este mundo lleno de complejidad y luchas, oscuro y frío, me imagino a esta mujer como un viento cálido venido del Oriente, sin origen ni causa conocidos. Lo cierto es que llegó: Augusta in Pace, título con el que aparece en algunas monedas, Crisógona, nacida de oro, como salida del mismo sol o las arenas doradas de tierras exóticas, Iulia Cornelia de vieja solera, como un retoño en el árbol seco de la romanidad. Y, al mismo tiempo, tras ver una foto de su busto que está en el Hermitage, se nota su capacidad de llevar en sí todo el dolor y la complejidad de su vida. Es un busto maravilloso. ¡Ojalá pudiera ir a leerlo en persona! Joven y perfecto como una Venus, para ella que fue madre generadora y preocupada por la suerte de sus 3 hijos, pero fiel reflejo en su rostro de una personalidad alejada de los cánones del Olimpo. Un busto con espíritu, con personalidad. Fuerte en su mentón, imperiosa en sus labios, erguida en la atalaya de su cuello, penetrante y cansada en su mirada, lineal e imperiosa en su nariz, recogida y secreta en su peinado. La imagino en sus conversaciones con Plotino que tanto admiraba, mecenas de miradas y reflexiones construyendo su ciudad de los filósofos, altiva en el momento de su muerte junto a su marido, asesinados en Milán, compartiendo con dolor y temores su historia. La imagino en su relación con la hija de Atalo, pacto conyugal de Gallieno con los Marcommanos, compromiso doloroso y tributo que ha pagado en su vida cotidiana compartiendo la vida de la gente y las suertes del imperio durante ese período de la historia.
Sus ojos se posaron en silencio en el afresco de Antoniazzo Romano que estaba detrás de mí.
-Un nombre que es como una historia contada tras una larga y dura jornada. ¿Dónde encontraría la fuerza para hacer honor a su prometedor sonido?
Era tarde y las puertas de la ciudad se cerraban. Aquel rincón de Roma encerraba pequeñas palabras en sus piedras. Palabras de tiempos de gloria y de destrucción, del cisma de Ursicino y del antipapa Felipe en los lejanos y aquí tangibles siglos en que aquel lugar estaba unido a tantas historias olvidadas. Mientras salían, aquel viejecito dejaba caer como notas a pie de página, para mil noches, títulos de historias, pequeñas palabras.
Cerraba lentamente la puerta mientras el príncipe Federico Colonna, tras ser mordido por un perro rabioso, imploraba la ayuda de S. Modesto. Le fue bien y pudo reedificarla concediéndole nueva vida. Salonina, el príncipe, S. Modesto, los martíres caídos sobre aquellas piedras...tantas ánimas que eran el alma de aquel lugar.
-Muchísimas gracias por haberme leído estas piedras.
-Gracias a usted por hacer que lo que está escrito tenga voz y siga vivo en su historia.
-Volveré.
-Me alegro y espero estar aún. Me tiene que contar su historia.
Con su rosa blanca, en la noche fría, Eneas se fue hacia via in Selci. Había viajado tan lejos que el recuerdo de Marta y su papá le parecía un deseado regreso al hogar

martes, 10 de marzo de 2009

Las flores de nieve

No quiso volver a casa. Era temprano y el sol, bajo y frío, aún recorría su camino en el cielo, visible entre los edificios. Se fue a Piazza Vittorio. Pasó por uno de los soportales, altos, sucios del tiempo y las vicisitudes, de humos y gentes. Cruzó la calle cerca de un quiosco de flores y compró una rosa blanca para la pequeña Marta. No era olorosa, pero era blanca. Se fue a sentar en un banco, viendo los ladrillos de época romana, perfectos, tupidos, queriéndose defender del paso del tiempo que ya se había llevado bastantes compañeros atravesando una puerta hermética y sin llave, sin un espacio al otro lado: el límite entre la segura y plena estabilidad de las rocas y los espacios de la historia de los hombres, en esta parte.

Puerta magica Roma
En un banco a su derecha, una chica se había sentado. No se había dado cuenta de su presencia hasta que escuchó que afinaba una guitarra.
Era una chica alta, delgada, con el pelo corto. Su piel blanquísima y su pequeña nariz le daban un aire frágil. Llevaba una gran bufanda y los lumbares descubiertos, con sus largas piernas enfundadas en unos vaqueros ajustados.


Empezó a cantar:

Da bambino volevo guarire i ciliegi
quando rossi di frutti li credevo feriti
la salute per me li aveva lasciati
coi fiori di neve che avevan perduti.

(De niño quería curar los cerezos
cuando rojos de frutos los creía heridos
la salud para mí los había dejado
con las flores de nieve que habían perdido)

Como hilos de araña brillaban las cuerdas en aquella tarde. Y se rompieron. Tras aquellos primeros versos dejó boca abajo la guitarra y se fue con su mirada perdida mientras seguía allí con sus largas piernas estiradas y los brazos en cruz.

No conseguía llenar aquel silencio, ni con recuerdos ni con datos o pensamientos. Eneas había tenido siempre mucha información que le servía para todo. Había leído muchísimo, tenido profesores muy preparados, los mejores. Sentado a pocos metros de aquella chica se dio cuenta de de que de todo lo que sabía le habían quedado sólo las ganas de conocer; del tiempo ante los libros, la constancia de seguir el camino de las letras, de todos los kilómetros, lugares y rostros nuevos, un paisaje y no la meta.

Su viaje en ese momento era por dentro. Descubrirse, quedar desnudo ante la propia vista o la de los demás. Había sido divertido. Se había vertido, derramado en tantas cosas y ahora era el momento de encontrarse.

Aquella chica estaba viajando por dentro. Quizás por su tristeza, quizás en el vacío de la escena o en sus personajes. No lo sabía. Pero se dio cuenta que al igual que aquella puerta, que aquellos ladrillos, su valor estaba dentro, no por su movimiento, por lo que de ellos salía, sino por lo que eran desde que alguien los quiso.

Los frutos son heridas porque las flores ya no existen. Sentado en el banco, mirando aquella chica, mi rosa blanca en las manos, deseo que el tiempo no fecunde con hechos. Pero el tiempo, como las piedras no pesan, no pasa por su culpa. El tiempo mide el movimiento como postes de una ferrovía. Soy un gavilán sobre el poste, o volando tan alto, tan alto que todo corre lento. Estoy en Roma a finales de febrero con los cerezos en flor, en un parque, y todo para irme descubriendo y cubriendo de pulpa. Los cerezos no tienen cura sino una vida que llevan dentro sin saberlo. Y yo lo sé.

lunes, 23 de febrero de 2009

Brotes

Pocas cosas dan tanta alegría como acariciar un gato. Sentir su ronroneo agradecido de animal satisfecho. Y esa alegría es proporcional a la importancia que adquieren tus manos, aunque sea una importancia atribuida y reflejada por un gato.

Al salir de Villa Massimo, Eneas estaba cansadísimo. No tenía ganas ni de darle más vueltas a su viaje, a su historia, a las personas que había dejado y las que había encontrado. Encontrarse con aquel ejemplar felino de considerables dimensiones y mirada lánguida lo había empeñado en un quehacer gratuito y sin transcendencia aparente. Sin empeño y sin pedir. La suavidad de un pelo lustroso y la calle que se abría nuevamente ante él.

Entró otra vez en el bar. Esta vez Giovanni estaba sirviendo raciones de platos pre-cocinados y ‘tramezzini' a un grupo de turistas. Pagó un zumo y una ensalada ‘capresse' y esperó su turno.

El ruido de las tazas, el olor del café, su pequeña mesa cerca de la puerta, la gente que pasaba a su lado sin verle. Se sentía confortado por esa vida que pasaba, cálida e inconsciente, como una respiración que continuaba independientemente de sus pensamientos.

Esta ciudad tenía la vida de un gran árbol. Era capaz de pasar los inviernos haciendo brotar nuevas yemas de su tronco en apariencia seco. Es capaz de renacer, sacar de las cenizas y el humus la materia nueva bajo el sol. Suma y no se abate. Empieza siempre de nuevo. Caen ramas secas con el viento helado, pero con los primeros calores se llena de aromas, de vitalidad, de una invisible actividad que se derrama por todos sus vasos.

Es una ciudad que sabe perdonar, que no llora sobre sus glorias perdidas ni los horrores. Sus heridas profundas cicatrizan. El paso de los vendabales que han dejado huellas en su inclinado tronco, los años de savia amarga, sus frutos marchitos que se han perdido, las lanzas construidas con sus ramas, a veces las que prometían llegar a las nubes. Pasa la noche, el invierno y como sus plátanos gigantescos, confía en la luz que seguramente vendrá.

Por la via Merulana, multitud de pequeñas ramas secas se habían desprendido con la jornada de viento frío de febrero. Al final de la cuesta la basílica de Sta. Maria le recordaba que estaba cerca de la casa de Armando, de su casa en Roma.

A nada servía su lamento, sus propósitos, su honor, su penitencia. En nada podrían cambiar el pasado. Sólo una nueva vida, el instante siguiente que le venía ofrecido era motivo para no mirar más hacia atrás. Había dejado sus amigos, su gente, en una orilla del océano y allí, en aquel momento, algo le decía que en su viaje otra nueva primavera se le ofrecía, casi casi la notaba en el aire lleno de luz.

En su camino por la ciudad, Roma se había convertido en una señal, un milagro que resumía mil palabras confortándolo. Estaba ahí para todos pero ahora estaba también para él con un significado que entendía. Roma era sí un gigantesco lugar de memorias pero en donde las piedras no pesan por su culpa.

martes, 20 de enero de 2009

Unos pasos

En aquellas salas Eneas empezó un nuevo viaje dentro del viaje. Se hizo personaje, descubriéndose en busca de un autor, interpretando un papel que estaba ahí para él desde tiempos arcanos.

El sol vestía la montaña con su luz, las fieras impedían el camino, la mano amiga de Virgilio, el miedo... y junto a Dante también él se preguntaba ¿por qué yo? ¿por qué debo emprender este camino que tantos más ilustres han recorrido? Ver, observar, pensar. Conocer las historias de las personas, la profundidad del alma, sus hechos, debilidades y grandezas en esta Roma, infierno, purgatorio y paraíso de la historia y puerta de acceso a un mas allá que inicia en la propia historia. Meditar con las fuerzas y capacidades, con la imaginación y la voluntad que rumian lo visto y pensado, lo pasan por la propia vida en la esperanza de un cambio, mientras los pies siguen la mano de un amor, de un querer: illo feror quocumque feror. Hasta llegar a la contemplación, a esa unión fecunda con la belleza en que las palabras se hacen realidad, se hacen caricia, en silencio.

Un camino por aquellas salas. Los pasos que resuenan en su silencio. Solo. Lugares inexplorados en los que las palabras escritas hacen despertar las manos de los pintores, su imaginación, sus sentimientos y resuenan en las salas del interior del alma como voces nuevas. Incluso la locura, la razón perdida que viaja hasta la luna, dando lugar a la ira, la pasión. Pasos que resuenan que pisan por primera vez regiones de nuestro interior. Ahora también se siente como Orlando. Cada personaje es él. Se descubre en ellos con la guía del arte. Los pasos del arte resonando en lo recóndito de las salas de su sentimiento y su razón.

Herminia que se disfraza, sale de noche, busca, fracasa, huye, se refugia, encuentra la sencillez de los pastores. Soy yo, dice Eneas. Y recuerda la investidura antes de salir, el embarco en medio de las brumas de la noche polar, su miedo ante lo que vendrá, el fracaso de llegar y no encontrar a nadie, el refugio en la tranquilidad de la casa de Armando. Soy yo. Luchas de amor y desengaño, de encuentros que se realizan o quedan en un anhelo constante.

Entretanto descubre la belleza que se esconde en las palabras, en las imágenes. Guerras, pecados, miserias, selvas oscuras que existen, que dan miedo, que lo inmovilizan ante la devastación, que lo hunden en un mal que parece irremediable, que está también dentro de él. Y, sin embargo, puede caminar entre los peligros, entre los desastres porque siente que existe con igual realidad el calor fluido, centrífugo, constante, de una belleza hecha amor que corrobora su existencia, que le da la medida de su valor y le hace salir de sí. ¿Una locura?

Eneas ya no se siente solo. Es un heredero de tantas personas que lo quieren, que sin saberlo lo han querido en su historia o simplemente han querido, sin más. Movido por la esperanza sale de villa Massimo para seguir su camino por la ciudad antes de volver a su tierra ¿qué lo espera? ¿a quién encontrará? Buscará las historias, las palabras en tacto de piedra, color de aire o vibración de sonido hasta encontrar la belleza que lo acompaña. Su pequeñez la ve ante los cristales del portal traspasando el umbral de la puerta.

miércoles, 7 de enero de 2009

Nazareni

Tenía algo de Apolo o del David en la posición de sus piernas y de la cintura. Llevaba un abrigo de tres cuartos gris, ceñido para resaltar el triangulo de sus hombros y el último botón. En lo alto de aquella breve escalera parecía haber nacido para permanecer allí convertido en estatua. Su cabeza, un poco inclinada mientras hablaba por teléfono, parecía conceder su asentimiento al consenso de los sentidos y la medida.

Sin embargo, Eneas se levantó del banco de piedra, pasó a su lado rápido, sin alzar los ojos. Al pasar a su lado tuvo la sensación de que la tierra se abría como el mar Rojo dejándole seguir milagrosamente su camino. Sus pequeños pasos cortos eran precisos y determinados buscando la salida, la otra orilla que lo alejase de aquella presencia que intuía persecutoria. Jadeante salió a la plaza y buscó el rectilíneo trazado de Mario dei Fiori. Quiso distraer su mente imaginando las flores del famoso Mario, tan hermosas como para pasar a ser su apellido. Aspiró su aroma, tocó su tersura intentando olvidar el tacto de la mirada que acababa de descubrir y que aún sentía en su nuca. Caminó sin pausa. Llegando a Via Condotti torció a la derecha. Al poco estaba en Plaza S. Silvestro. No miró nunca hacia atraás. Subió al primer autobús que tenía el motor encendido. Tenía hambre y una extraña sensación de soledad. Veía cientos de personas a lo largo de las calles y ellos no sabían quién era, por qué estaba allí. Nada podían pretender. Y, al contrario, se sentía interrogado por todos. ¿Podría algún día disfrutar de sus días? Sabía que no sería capaz de realizar ni lo que tantos esperaban, ni lo que él podría desear y no sabía si podría ser capaz de acertar con lo que sus manos y capacidad irían tejiendo, con lo que realizaría secundando sus deseos ni si los conduciría con acierto y pasión o los dejaría descalabrarse. Podría hacer todo pues aún el tiempo parece prometer mil vidas, la vida mil energías y los mil caminos de las gentes horizontes siempre nuevos.

Pienso. ¿Qué hacer? ¿Por qué este camino hasta otras tierras? Y no hay más respuesta que al final del camino. Y no puedo caminar sin la esperanza de llegar. Hay infinitas rutas pero una es la mía por tortuosa que sea. Es importante porque es mía. Escondida entre toda esta gente que no la conocerá, que no me conocerá. Pero entonces ¿qué les importa? ¿por qué apareció uno de aquellos en el patio? En un lugar tan tranquilo no puede ser una casualidad.

El autobús llegó a su última parada en la explanada que se abre ante S. Giovanni in Laterano. Al bajar el viento frío le hizo sentir nuevamente hambre. Respiró profundamente, con avidez, como un sediento de frescura. Tomó un ‘tramezzino' de atún en un bar junto a la Scala Santa. Junto a él dos hombres y dos mujeres hablaban del cielo de Mercurio, del cielo de Venus, el del sol, el de Júpiter, el de Saturno. Decían que cada uno de ellos estaba poblado de gentes, que uno era un tal Carlos Martel y otro Justiniano, otro Trajano y S. Bernardo, que tendrían que volver a la villa para ver la última sala, que aunque estaba aquí cerca tendrían que dejarlo para otro día.

Al salir los cuatro del bar, Eneas preguntó a la señora que estaba junto a la caja registradora:

-Disculpe. He escuchado que estos señores hablaban de unas pinturas en una antigua villa aquí cerca. ¿Me podría decir de qué villa estaban hablando y dónde se encuentra?

Con una buena dosis de desconfianza respondió:

-Boh! no sabría decirle. ¡Giovanni! ¿Sabes si hay por aquí cerca una villa con pinturas?

El chico se dio la vuelta mientras golpeaba el contenedor con las borras de café para vaciarlo.

-Sí, está justo en la otra calle, en via Boiardo.

Con dos toques rápidos de manilla cargó de nuevo el café molido, lo prensó y lo colocó de nuevo en la cafetera en una secuencia de gestos automáticos y ritmo predefinido, perfectos en aquel espacio. Aquellos movimientos le devolvieron una sonrisa complice y benévola que parecía decir ‘así se hace'.

Bajando por via Boiardo llegó ante el edificio de Villa Massimo. Era una isla en medio de los otros edificios que habían devorado sus terrenos hasta reducirla a una pequeña casa con jardín posterior. Estaba cerrada. Llamó al contestador del portal de hierro y le abrieron. En la villa vivían los franciscanos de Tierra Santa y, de hecho, el jardín había adquirido una extraña forma de claustro con una antigua estatua romana dominándolo. Curioso. Preguntó al guarda qué representaba aquella estatua y como respuesta obtuvo un folleto ilustrativo de la villa. Era el emperador Justiniano, iniciador –decían- de la familia Giustiniani que habían creado la villa. Cuerpo del antiguo Justiniano y cabeza de recambio. Nada dura eternamente, ni en las mejores familias, extinguidas o renovadas con nueva savia.

Preguntó por las salas con pinturas y el guarda lo condujo hasta la entrada de la villa que daba al jardín.

Al entrar se sintió sumergido como un personaje más en aquellas salas llenas de personajes brillantes, armaduras, caballos, paisajes, mujeres vestidas de caballeros y caballeros enloquecidos.

Eran frescos pintados en el s. XIX por pintores alemanes, altos, de largas cabelleras rubias que llevaban sueltas: los nazarenos, especialistas en la técnica del fresco, nostálgicos del renacimiento y con un gran sentido religioso. Y allí parecían estar como modelos de los diversos personajes, quietos mientras representavan tres Epopeyas en aspavientos y movimientos teatrales.

Entró en la sala que se abría a su izquierda. Un mundo ultra terreno le dio la bienvenida en la sala dedicada a la Diviana Comedia : fieras y pecados, sueño y razón, cielos e infierno como lugares en la propia alma, montes, escaleras, piedras, fuego y agua. Empezaba otro viaje dentro de su viaje en el gran camino de la vida. Como Dante se descubría sin casa, sin patria, depositario de una herencia de historia que ahora poseía en su tiempo como un legado con el que viajar. Todo ello era un billete de ida para lo único cierto que poseía: su andadura y los compañeros que en ella encontraría.