domingo, 11 de diciembre de 2011

Libreria Croce

El Corso Vittorio Emanuele serpentea como un torrente por la ciudad. Una riada que ha surcado el viejo trazado urbano como si al desaparecer las inundaciones del Tíber que alagaban el Campo Marzio la ciudad hubiera vertido en este Corso su furia. Una herida que ha cicatrizado con nuevas fachadas, con un tráfico devorador, con mil paseantes que lo cruzan con miedo antes de volver a diseminarse entre las callejuelas que tejen tortuosos senderos a ambos lados. Sant’Andrea, en todo esto, se ha quedado de puntillas, salvada por milagro en la orilla de ese torrente casi con un pie dentro del agua, mientras ve venir ante sí corso Rinascimento como otra rama de un aluvión que se le echa encima. A mala pena consigo pasar entre los coches y los pocos escalones que separan su fachada del río de coches.
Un poco más adelante, en un recodo donde el torrente hace una curva siento que algo ha cambiado. Encuentro una isla que intenta pasar desapercibida, luchando con sus rincones contra ese Corso, contra ese espacio de una anchura racional ajena a la superposición y abigarramiento vital de la ciudad: Largo San Pantaleo. Justo antes de llegar a esta isla, casi como un refugio, se abría la librería Croce. Y digo se abría porque desde hace unos días, su puerta está siempre cerrada por un largo inventario. La echo de menos. Un lugar maravilloso que calentaba en las tardes invernales y suavizaba los calores estivos con un tiempo diverso, con imágenes, sugerencias, historias que se adivinaban y que seguían surtiendo efecto al llevártelas convertidas en libros.
Esta mañana, los plátanos del Lungotevere han llovido sus hojas secas, ruidosas y ligeras al principio, resbaladizas y casi convertidas en limo tras la lluvia del mediodía. En Piazza Navona los puestos con figuras del belén, dulces y mil luces anuncian otra Navidad. Y allí cerca, ajena ya a esa vida que sigue corriendo como un torrente, han clausurado aquel rincón, la librería ya sin libros, las puertas cerradas que -espero no por tiempo indefinido- ya no son el acceso a un remanso o el ingreso a un lugar acogedor, cálido o fresco.
‘Rorate caeli de super’, un rocío que blanquee, limpio y mitigador, que como una esperanza siga trayendo el milagro de la palabra y las palabras, cálida carne de papel o soplo, espíritu, a esta ciudad de piedra y cielo.

viernes, 2 de diciembre de 2011

De reojo

'Yo te miraré con el rabillo del ojo y tú no dirás nada. Las palabras son una fuente de malosentendidos. Pero cada día tú podrás sentarte un poco más cerca'.
Estaba sentado rodeado de antiguas monedas, cerámica, mapas... sentía que todo este mundo me esperaba mirándome de reojo mientras día a día mis pasos me iban acercando a la ciudad que me esperaba. Las palabras solas no bastan. A veces son una exigencia, una necesidad, una cura, una imposición, una declaración, pero hoy no bastan. Se han convertido en lanzas de una batalla, una espada pesadísima en golpes que recibo o contengo con palabras igualmente pesadas. Hoy, sentado en Palazzo Massimo doy un paso y espero en silencio a que todo se calle y ese silencio me hable como la mirada de soslayo del zorro al pequeño príncipe.

viernes, 21 de octubre de 2011

Aldobrandini

‘Primero llegar, luego ver, decidirme a escribir lo que veo y para que no deje de ser primero en ese momento y luego en quien lo lee’ Eneas leyó en el diario de aquel lejano viaje el motivo de aquel relato que en el fondo era la causa del suyo. Quizás aquellas palabras sólo tengan sentido para él, sólo él las conocerá, pero no fueron una traición al tiempo ni a los lugares ni a las personas. Era tiempo que se iba más allá del tiempo al finalizar cada renglón. En cada punto y a parte estaba un nuevo peldaño de una escalera inútil e invisible como la del sueño de Jacob pero absolutamente cierta, más cierta que el duro suelo y seguramente tan importante.
Eneas soñaba, sentía, pensaba mientras descansaba sentado en un banco, en lo que le pareció un jardín refugio. Tras la subida del Grillo se encontró ante el caos de tráfico de Largo Magnanapoli en donde los coches parecían niños saliendo al patio de una escuela, persiguiéndose alrededor de una plazoleta, ignorando cualquier otra cosa del mundo: torres, fachadas, vistas. Allí estaba un muro que como una maestra severa seguía silencioso todos sus movimientos sin inmutarse... Via Nazionale se abría invitante extendida a sus anchas. Era una alfombra roja de grises adoquines en una dirección que parecía prometedora. Sin embargo, la mole del edificio de la Banca de Italia le hizo sentirse pequeñísimo. Se paró y antes de cruzar para entrar en la manzana que ocupaba este gigante de color blanco grisáceo rodeado de negros enrejados, decidió seguir esa calle como un vado. A su izquierda quedaban las rejas, un foso que separaba el castillo de las altas finanzas, sus formas clásicas aumentadas, como en una caricatura de grandeza o una intervención de cirugía plástica en la que se abunde demasiado en formas y volúmenes. A la derecha, otra reja, esta vez más endeble y descuida. Detrás de ella, ruinas de antiguos ladrillos que se escalonaban por una especie de colina. Ladrillos, arcos más o menos en pie, piedras y malta, jardines que parecían sustituir la fachada de un edificio que allí debería estar como carne de su piel de muro. Fue una sorpresa, como descubrir la espalda desnuda de aquella maestra que parecía tan severa y entró de puntillas con la emoción de quien quiere dar una sorpresa o hacer unas cosquillas en la nuca.
Al pasar por Largo Magnanapoli sólo había notado un alto muro calentado por los rayos del sol que ya cambinaba hacia el oeste. Ahora, en la penumbra del jardín, con el sol que se colaba entre las encinas, apreciaba este pequeño espacio alado como una oasis en forma de terraza, elevado sobre el río del tráfico, en una espesura inescrutable para los miles de ojos prendidos en las tiendas de sus riberas. En ese momento las notó: las altas palmeras con sus movimientos flexibles, con un balanceo leve de concesión y conquista mientras una torre inclinada quería imitarlas sin poder volver atrás.
¡Cuántas cosas vemos sin darnos cuenta! El viento parecía remover las ramas de las encinas como el soplo de un gigante, del gigante blaquecino que quedaba a su espalda. Escondido en su sombra Eneas se vio descubridor de un mundo destinado a sus ojos. El ruido de la ciudad eran palabras ya conocidas, que todos oían sin prestar atención. Sin emabargo, allí se sentía acariciado por la ciudad, por el viaje, al ver que había palabras para él, sonidos que le parecían música compuesta para él, un espacio que lo esperaba: una caricia. La ciudad se percató de su presencia cuando la vio como nadie la había visto antes.
Sabía que se había alzado. Su medida era ahora la de las altas palmeras, del jardín elevado, de la ciudad que en un nombre cantarín y complejo como Aldobrandini lo llamaba.

jueves, 9 de junio de 2011

Un Grillo

Paso la mano por el muro gris mientras esquivo una furgoneta que reparte mozzarella. Sorpendida me mira una Madonna rodeada de exvotos, encajonada en su hornacina, como un cuerpo extraño de color entre los grandes bloques.
Eneas camina despacio, mirando siempre hacia arriba. A la izquierda, entre los ladrillos que resisten al paso del tiempo, asomándose entre el foro de Augusto y el de Trajano, el edificio que ha vuelto a ser de la Orden de Malta. El tiempo ha dejado la construcción en los huesos, fósiles enormes engalanados de historia, reutilizados mil veces dejándose la piel convertida en piedra.
Un arco y la calle se empina en una gran cuesta flanqueada por una torre. A la derecha, como si fuera una pequeña terraza en la base de la torre, se abre un pequeño espacio ante el portón del palazzo del Grillo.
Escogió bien el sitio, este Marqués, en el decorado justo detrás de la gran escena de los foros.
-¿Dónde te habías metido? Llevo una media hora dando vueltas por Monti.
-Pues yo acabo de llegar.
-¿No habíamos quedado a las doce y media junto a la Torre dei Conti? ¿La ves? Es aquella otra, grande, grande al inicio de via Cavour.
Eneas miraba sorprendido hacia atrás sin saber cómo había hecho para no darse cuenta de aquella otra torre más ancha y aislada.
-Esta es la torre del Grillo... y era marqués, ¡y qué marqués!
-Lo siento, iba caminando siguiendo con la mirada el muro y he visto esta torre. Ni me imaginaba que a la izquierda quedaba otra torre.
-Venga, vamos, que tengo hambre.
-Yo también. ¿Qué sabes tú del Marqués del Grillo?
-¿No has visto la película de Alberto Sordi?
-No.
-Pues esta noche la vemos juntos. Es una buena forma para conocer Roma y mañana vemos Gente di Roma de Scola. Mucho libro... pero Roma es mucho más. Al menos estas dos las tienes que ver.
-Vale, pero no me has dicho quien es este Marqués.
-Yo creo que es un buen ejemplo de lo que somos.
Era un tipo en el que la risa iba siempre mezclada. Risa y burla. Por eso no todos ríen. Hay siempre alguien que llora. A veces, la risa iba acompañada de crueldad y cinismo, a veces era como una amarga medicina, otras se mostraba orgullosa. A veces parecía decir querer demostras que nada puede cambiar. Era un tipo astuto e irreverente, que juega con las formas, acostumbrado a decir su parte en el teatro del mundo, pero siempre pudiendo contemplar el gran escenario desde lo alto de su torre, una torre construida sobre miles de años de historia. Impune como un bufón que está siempre al límite de la denuncia, disfrazado siempre con su risa. Misántropo y libertino cuando puede con la doble vida de quien se adapta a las formas sabiéndose superior a ellas. Uno que incluso juega con la vida y la muerte pero hace los cuernos supersticiosamente por si acaso.
Lo mejor es que veas la película conmigo esta noche. Es un marqués legendario al que se le atribuyen mil historias... y en todas ellas cualquier romano se siente tanto en la parte del que ríe como del que llora.

viernes, 25 de marzo de 2011

Montes

En otros tiempos, en otras épocas, la pobreza, la fealdad, la enfermedad e incluso la muerte, eran más frecuentes en las calles, en los encuentros cotidianos en los que aparecían bajo forma de virtudes y vicios, en palabras y gestos, en los rostros, en los personajes que poblaban los barrios, los ‘rioni’. Desde antiguo la Suburra, el ‘rione’ Monti, ha sido un lugar perfecto en donde contemplar las luces y sombras, la complejidad que se encuentra en cada persona, en cada sociedad. Monti es un lugar especial para hacer una perforación en la arqueología de la vida recogiendo acentos, miradas, historias que se han ido superponiendo con más o menos visibilidad.
-Ves. Esos son los que vienen y se van. En cambio, fíjate, éste es uno que viene, está y se va. Luego hay otros, como aquellos dos cocheros, que vienen y van constantemente pero nunca están.
-No te entiendo.
-Espera, espera. Aún quedan los que están pero no vienen ni van, como ‘sora’ Lucia.
-Mira. Hay gente que viene a Roma y luego se va, igual que han venido, contando que han viajado, que han estado en la ciudad pero sin poder contar nada de su viaje. No se han alejado ni un tiro de piedra de sus cosas, no se han sorprendido con nada. ‘Rafaello ¿y a mí qué? Yo no soy de aquí.’ Han llegado y se han ido.
Otros son los que vienen, están y luego se van. Han hecho un viaje pues han estado en un lugar distinto, se han sentido viajeros en otro lugar, extraño, lejano. Pueden ser de Castelli, pero viajar realmente hacia lo nuevo. Alejarse para luego regresar a lo conocido. Al contrario de los cocheros que vienen y van constantemente pero nunca viajan, todo es normal aquí y allá, inicio y final. Sin regresar a ninguna parte, sin sorpresas.
Sora Lucia, que conoces tan bien, con su delantal manchado de salsa de tomate, harina y mil salsas, sale a la puerta de su trattoria situada en la planta baja de su casa. Y allí está. Recibe, espera, tiene el mundo entre sus clientes y sus potas, sus especias y las carretas de la calle.
Con su sayo raído y sucio, Giuseppe Labre, hablaba al carnicero que le había dado hospitalidad en la trastienda de su local, una simple habitación con un mostrador de madera que daba a la calle.
Sin embargo, Eneas no conocía ni el rione Monti, ni la Suburra ni quién era ese peregrino vagabundo.
A la mañana siguiente consultando el mapa vio el Rione Monti (Montes) con via dei Serpenti que lo atravesaba. Vio que estaba muy cerca de su casa y tras saludar a Armando, bajó por via Cavour hasta el cruce con via dei Serpenti.
Un grupo de muchachos entraba en un bar que hacía esquina. En frente, una iglesia arropada por las casas y la vida del barrio, sin la sensación, que tantas iglesias le habían producido, de estar separadas, subrayadas por las calles o plazas como una frase importante. Era una parte más del barrio, con su carácter, como también tenía caracter la plaza con su fuente a su derecha o la casa cubierta de una extraña enredadera o la pequeña ex-iglesia de San Salvatore.
Via Cavour había excavado un surco que circunscribe el barrio, como un río que separa colinas. Del Viminale bajan serpenteando sus calles hasta el foro de Augusto como torrentes que con el sol de marzo empiezan a reverdecer en sus orillas.
Eneas entró en la iglesia, ancha, casi cuadrada, sin la sensación de lejanía. Parecía que también dentro era un espacio más del barrio, que esperaba a los pasantes invitándoles a entrar, que salía a su encuentro en vez de esperarles al final de un largo pasillo. Una iglesia para viandantes, a la vera de un camino, construida para unir dentro y fuera, un siglo y otro, vidas y formas de entender el arte. Y allí, en el centro, una luz iluminaba una mujer, tocada con un manto del mil y una noches con un niño en brazos.

A la izquierda, recostado en un duro lecho, la imagen de Giuseppe Labre. En su piedra gris, el recuerdo de su sayo raído se hacía imperecedero.
Otra imagen de piedra, el Pasquino, en un diálogo de siglos, había ironizado sobre su vida y su muerte: con él hasta los piojos han llegado al cielo. Un elogio impersonal, sarcástico, pero consolador.
Eneas se sentía heredero de un reino y un perfecto desconocido, ignorado por todos en aquella ciudad que al parecer estaba llena de gente ‘importante’.
Al salir, cogió a la derecha por una calle-torrente con sus sampietrini irregulares como cantos rodados por el flujo de tantos viajeros. Un cauce irregular que iba a estrellarse contra el muro que aisla la Suburra del Foro de Augusto. Un muro imponente que quizás construyeron para que los piojos no pudieran saltarlo.